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TRIBUNA

Francisco Martínez Hoyos. Doctor en historia

¿Hubo feminismo católico antes de la guerra civil?

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A costumbramos a identificar feminismo con izquierda, pero esta equivalencia, en realidad, es un prejuicio presentista. El feminismo no es una doctrina fija sino algo que, como todo lo vivo, evoluciona en el tiempo y admite sensibilidades muy diversas. De ahí que podamos encontrar cosas que, con la mentalidad de hoy, nos parecen contradictorias. La anarquista Emma Goldman, sin ir más lejos, defendía los derechos de las mujeres pero no tenía ningún interés en que acudieran a votar. Su caso, como otros, nos demuestra que feminismo y sufragismo no son sinónimos.

Situadas en el otro lado del espectro político tenemos a las activistas católicas, militantes de derechas que en algunos casos se avanzaron a su tiempo y en otros hicieron propuestas tradicionalistas con las que hoy no podemos identificarnos. En Defensoras de Dios y de las mujeres (Comares, 2023), un trabajo basado en su tesis doctoral, Alejandro Camino ha estudiado a nueve figuras de la España del primer tercio del siglo XX. Sus ejemplos muestran el diálogo entre la cultura católica y la cultura secularizadora, que se tradujo en que el surgimiento de posturas más o menos híbridas. Aunque no estuvieran de acuerdo con las soluciones que propugnaba el liberalismo o el socialismo, las feministas católicas no dejaron de tomar buena nota de todo aquello que propugnaba el «enemigo». Notamos esta evolución en distintos aspectos, como la transformación de la apuesta por la beneficencia en una idea de justicia social.

Aunque activistas católicas rechazaran las ideas progresistas, no por ello se oponían al término «feminismo», aunque con frecuencia lo entendieran de manera limitada como sinónimo de «feminidad». Ellas también deseaban, a su manera, solucionar los problemas de la mujer, aunque no siempre por las mismas razones. Unas podían reclamar más educación para ser mejores madres en un futuro, otras para disfrutar de una mayor independencia económica y social. Existe, en todo caso, una conciencia de algunas discriminaciones de género. Así, Francisca de Bohigas consideraba difícil «encontrar mujeres que no tengan que lamentarse de ocupar una situación inferior al hombre, en la fábrica, en el taller, el reparto de una herencia (…)».

Alejandro Camino muestra cómo las ideologías no son algo estático y presenta una visión llena de matices de nuestro pasado, en la trata de hacer comprender, no de diferenciar entre buenas y malas. Su libro es un ejemplo especialmente conseguido de los resultados a los que se pueden llegar si se aprovecha lo mejor de distintas historiografías. En este caso, la de género y la religiosa, ambas muy florecientes en los últimos años. Aquí, a diferencia de lo que ocurre con investigaciones más antiguas, no se parte de la premisa de que el proyecto secularizador constituyera la única vía de emancipación de las mujeres. Las feministas católicas no fueron simples peones en manos de la jerarquía eclesiástica, que las habría utilizado como fuerza de choque contrarrevolucionaria, sino luchadoras que actuaron en función de una agenda propia: «Las mujeres católicas no fueron víctimas pasivas de un orden desigual o sus cómplices conformes, sino que fueron sujetos activos con capacidad de negociar con las normativas de género oficiales y/o hegemónicas».

En aquellos años se partía de la premisa de que la religión se había feminizado y se creía que las mujeres debían tener un protagonismo esencial en el proyecto de la Iglesia para recuperar a las masas. Eso hizo que las activistas católicas se encontraran con una oportunidad política para negociar su estatus más allá de la función de madres y esposas que les asignaba el pensamiento tradicional. Así, Francisca de Bohigas y María de Echarri defendieron que fueran mujeres las que dirigieran las organizaciones caritativas. Intervenir en los asuntos colectivos constituía, para ellas, un deber femenino para curar a una sociedad enferma. Se trataba de eso y no tanto de una equiparación con los hombres.

No obstante, el protagonismo público no implicaba desatender la esfera doméstica. María López de Sagredo subrayaba que ella se ocupaba de los asuntos de su hogar aunque tuviera responsabilidades políticas, sin plantearse ningún tipo de reivindicación sobre la compatibilidad entre el trabajo y la vida personal. Descuidar la familia equivalía, en su imaginario, a negligir su principal obligación.

Son evidentes las limitaciones, en cuestiones de género, de las fuerzas conservadoras. La igualdad ante Dios, por medio de ciertas acrobacias dialécticas, no se traducía en la igualdad en la sociedad. La historia, sin embargo, no está completa si olvidamos importantes matices. También se afirmaba que las mujeres poseían una superioridad que las convertía en guardianas de los valores morales y familiares. Mientras tanto, la izquierda burguesa y la izquierda obrera, en muchas ocasiones, no se mostraban más igualitarias. Para ellas, la emancipación de la mujer significaba liberarse de la tutela de la Iglesia, no necesariamente del patriarcado. El mundo religioso y el mundo laico, en líneas generales, coincidían en propugnar la desigualdad por medio de sus propios mecanismos.

Hay que tener en cuenta, por otra parte, que el patriotismo ayudó a justificar la presencia de la mujer en la vida pública. Todas las protagonistas del libro de Camino estaban convencidas de la importancia de la aportación femenina a la regeneración nacional. Lejos de imaginarse a sí mismas como sujetos retrógrados, se veían así mismas como agentes de modernización, artífices de una vía católica a la modernidad en competencia con la modernidad hegemónica.

El feminismo católico, tal como lo describe Camino, en su ejemplar estudio, vendría ser un feminismo de la diferencia. Eso significa que se parte de que hombres y mujeres poseen una naturaleza distinta, sin que eso signifique los primeros deban ser opresores. Lo que reclama, dentro de un marco religioso, es un feminismo bien entendido. No hay voluntad de cuestionar el marco general de la supremacía masculina, pero sí de ganar batallas en ámbitos concretos. Dolores de Gortázar, líder de las carlistas madrileñas, no proponía una equiparación con los derechos masculinos, pero sí creía que las mujeres podían contribuir decisivamente al triunfo de su causa. Con la mentalidad actual, su postura nos puede parecer limitada, pero lo que importa, dentro de un análisis histórico, es comprender el carácter transgresor que tuvo dentro de su cultura política. Por paradójico que nos resulte, prominentes conservadoras podrían quejarse, como Carmen Velacoracho, de que el mundo estaba «muy mal arreglado para la mujer».

Las feministas católicas no fueron simples peones en manos de la jerarquía eclesiástica, que las habría utilizado como fuerza de choque, sino luchadoras que actuaron en función de una agenda propia