El qué y el cómo
E l 11 de julio se ha celebrado el Día Mundial de la Población, actualmente de más de ocho mil millones de seres humanos, y que en poco más de diez años se espera ascienda a nueve mil millones. Recuerdo haber leído hace tiempo, en este medio, un artículo muy bien documentado sobre el aumento imparable de la población humana y sus consecuencias, cuyo autor, D. Prisciliano Cordero, sacerdote y sociólogo, se planteaba importantes cuestiones al respecto. Difícil debe ser encontrar el equilibrio entre fe y ciencia, pues en ocasiones no son convergentes.
El título del artículo: «8.000 millones, un dato para celebrarlo o más bien para preocuparnos», plasmaba la duda en la disyuntiva. En los párrafos finales se planteaba el primer «qué»: «Estabilizar la población mundial requiere reducir la tasa de natalidad». El segundo «qué»: «¿Se puede estar de acuerdo en que siga creciendo el número de pobres y que sigan naciendo innumerables niños condenados al hambre, a las enfermedades de todo tipo y a una muerte prematura?» La respuesta, indirecta, hace colegir que no. Ahora bien, la cuestión está en el «cómo». A partir de aquí, ahí van mis reflexiones al respecto.
Vayamos por parte; el cómo en la reducción de la natalidad, (no sé si en contra del precepto «creced y multiplicaos» del Génesis, al que puede que le faltase añadir, «pero sin pasarse»), pasa por poner en práctica, de forma generalizada, los diferentes métodos anticonceptivos y abortivos, incluidos los quirúrgicos, porque lo de contenerse o renunciar al proceso reproductivo como que no tiene mucho futuro (ni ha tenido pasado). Es lo que tiene la fuerza de la naturaleza que choca, cabezona, muchas veces contra los mandamientos de Dios y de la Iglesia; y viceversa. Es más, esa misma naturaleza se encarga, de vez en cuando, en diezmar la población poniendo en circulación unos virus cabronazos y mortíferos. También los hombres hacen otro tanto liquidándose entre sí. Pero aún, así y todo, la población sube como un tiro. ¿Acaso la humanidad está condenada a reventar de lo gorda que se ponga?
La otra cuestión es la pobreza y el hambre en el mundo. De nuevo el qué y el cómo implícitos en el problema. Del qué se escribe mucho, menos del cómo (la solución efectiva), seguramente porque ignoramos en gran parte la respuesta o porque partimos de unos principios particulares que se pretenden generalizar al resto. Y, sin embargo, de poco sirve el qué si no se da respuesta al cómo. El quid de la cuestión es que, hasta ahora, los intentos para reducir el hambre en el mundo no han logrado el objetivo deseado, una vez contabilizadas todas las nuevas bocas que han aparecido en el mercado. Por otra parte, la catástrofe malthusiana (basada en la relación entre recursos y crecimiento poblacional) anunciada hace doscientos años tampoco ha ocurrido hasta el momento. El clérigo Malthus no contaba con algunas variables como la emigración o el aumento espectacular de los medios y métodos de producción de alimentos.
El problema, actualizado, se centra más en la calidad que en la cantidad de la población que alimentar. Bueno, de la peor calidad de vida de los pobres que serán cada vez más, muchos más, y «a ver qué hacemos con ellos, que encima les da por procrear sin ton ni son…». Y aquí cuidado, que se toca un punto sensible. Y no solo por el temor a la tentación nefasta de la eugenesia nazi sino, sobre todo, porque se toca el planteamiento crucial, la pregunta (en realidad sin respuesta satisfactoria hasta la fecha a pesar de innumerables intentos al respecto) de qué hacemos y para qué estamos en esta vida, en un mundo que se nos antoja extraño, contrario en muchos aspectos a las expectativas que nos vienen dadas en nuestros genes, y que se parece poco al lugar donde daríamos cuenta y goce a los deseos que subyacen en lo más íntimo de nuestro ser. Como es una pregunta cuyo planteamiento viene de lejos y a la que la cultura no le ha dado una respuesta ni unívoca, ni compartida, por mucho que hayan insistido (e incluso impuesto) las cabezas pensantes y mandantes en la Historia, la insatisfacción se ha hecho carne en la vida, mayormente entre los oprimidos, los pobres y los hambrientos. Que una cosa es atravesar el «valle de lágrimas», común a todos los mortales, y otra permanecer en ese valle de lágrimas sin esperanza de atravesarlo sin tanto sufrimiento. Y la insatisfacción cronificada, no superada, es una pésima consejera que genera dolor, envidia y odio.
No hay teoría alguna, ni mucho menos demostración al respecto, que plantee diferencias en la naturaleza entre ricos y pobres. Los buenos potenciales humanos, lo mismo que las pasiones, anidan por igual en ambos bandos. Nadie puede proclamar que uno o su descendencia no acaben en el mundo del otro. No han dado solución al problema ni «el cuán largo me lo fiais» de las bienaventuranzas, ni los diferentes, y contradictorios entre sí, sistemas filosófico- políticos de todo pelaje y condición. Es posible, incluso, que se le haya atribuido a la política la capacidad para resolverlo, sin caer en la cuenta que la política ha degenerado en una rama pervertida del pensamiento humano donde anidan y florecen los vicios y las pasiones humanas mezclados a veces, eso sí, con ideales y virtudes.
Ya sé que la imaginación y la curiosidad humanas, gérmenes de la ciencia, seguirán buscando soluciones, con lo cual los pronósticos pesimistas referentes al futuro de la humanidad pueden no cumplirse, pero también puede ocurrir que, de no modificar el rumbo, la mano tendida del pobre llegue un día a cerrarse en puño agresivo y «hasta aquí hemos llegado». De momento, y esto les preocupa mucho a los mandamases, al pobre, según las estadísticas al respecto, le da por procrear sin medir las consecuencias (¿?). Me parece a mí que no habría que descartar, en esa decisión, los conceptos de esperanza y riqueza proyectados en los hijos, entre otras razones. Hace falta mucha pedagogía, por una parte, y mucha humildad en los planteamientos, por otra, para acertar en la solución adecuada del problema.
Soy consciente de la complejidad que representa el tema en cuestión, y máxime cuando se mezclan y confunden deseos, fantasías y fuerzas inconscientes con parámetros puramente racionales. En mi balanceo entre el pesimismo y el optimismo en el devenir del ser humano, quiero pensar que ayudaría a enfocar y resolver el problema, si los sabios se centrasen en despejar las incógnitas del ser humano, desde la pura biología, pasando por la inmensidad de las neurociencias, hasta la metafísica que tanto nos atrae. Pero aportando demostraciones científicas al respecto, no con hipótesis y conclusiones partidistas, aunque fuesen biempensantes. Ese consejo de sabios plantearía (al estilo de la sofocracia griega) cómo llevar a cabo los programas de justicia social y sus aspiraciones, válido tanto para los ricos como para los pobres, siendo los políticos los ejecutores, los administradores de dicho plan, siempre bajo control, evidentemente. Pero a quién se le ocurrió dejar a los políticos a su aire y con tanto poder…
Y tampoco descarto, más bien al contrario, el recurso a la ingeniería genética que liberaría al hombre de sus vicios y taras, reforzando los buenos mimbres que también posee. Eso espero.