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TRIBUNA

Eugenio González Núñez
Escritor

Álvaro de Mendaña: a un punto de alcanzar los sueños…

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Un mozalbete era yo, cuando mi tío Álvaro, flamante y apuesto hidalgo berciano, recién nombrado Adelantado de los Mares del Sur por nuestro rey don Felipe, y procedente de Valladolid, llegó con enorme y deslumbrante séquito una mañana de primavera, vísperas de la fiesta de la Virgen de la Peña, de la que era devoto, a su patria chica, Congosto. Nadie esperaba al ilustre Mendaña, convertido casi de la noche a la mañana en general, descubridor, «Adelantado» de los Mares del Sur. Sin pensarlo dos veces, y tras su generosa y prometedora oferta, decidí, con permiso de mis padres, partir con él. Los días en la mar fueron largos, pero fascinantes escuchando sus relatos del primer viaje. La palabra cálida y fluida daba veracidad a sus cuentos y credibilidad a mi fantasía: cielos azules, mares de coral, gentes mansas en tierras generosas, se hacían hueco en mis sueños y lazaban mi corazón.

Lima era un emporio de riqueza, una bacanal de fiestas que a diario celebraban nuevos descubrimientos a cada cual más asombroso. Entabló muy pronto mi tío conversaciones con principales, porque su mayor apoyo, su tío, don Lope había partido para España. No faltaban buenas palabras a sus planes, pero no abundaban los doblones que la magna empresa de la colonización de las nuevas tierras —llamadas islas Salomón— exigían. Tardó un tiempo mi tío en casar con noble gallega, arremangada ella, y como que poco a poco, el corazón del Virrey don García Hurtado de Mendoza, empujado por su esposa, tomó apego a la empresa y tras preparativos y captación de dineros y gentes, pudimos un día glorioso de junio de 1595 hacernos a la mar. Mi corazón se hinchó de gozo como se hincharon al viento las velas de las naves. Simple recadero de mi tío, todos me guardaban consideración, respeto y un cierto cariño por mi carácter gentil, generoso y servicial. El puerto de Paita nos vio partir entre la indiferencia de unos y la esperanza de nuestros familiares, patrocinadores y amigos. Servía el recado a mi tío, porque gustaba él de escribir con harta frecuencia acerca de nuestro diario derrotero en la navegación. Raudo y complaciente cumplía sus casi paternales órdenes. Algo más arisca y mandona se mostraba mi tía. Altanera en exceso con él y los marinos, aunque siempre cercana y complaciente con la numerosa recua de su familia que la acompañaba.

Tras largos días de navegación, apareció la primera tierra y como campanas al viento repicaron nuestros corazones. Pronto el Adelantado nos comunicó que aquellas eran nuevas islas. Tomó posesión de ellas y quiso dejar constancia de su agradecimiento a la esposa del señor Virrey. Seguimos nuestro derrotero, y entre dudas y esperanzas, arribamos a las Salomón. Tras las primeras alegrías, vinieron los primeros sustos y contratiempos. Pareciera como si cielo, mar y tierra se hubieran confabulado contra nosotros tratando de hacer ingrata nuestra llegada. A todo se opuso nuestro coraje y entereza. Nunca faltaron ni ánimos ni esfuerzos por llevar a cabo la empresa colonizadora. Los nativos se mostraron cercanos y amigables, aunque cautelosos y con «costumbres extrañas y bárbaras». Pronto la codicia sembró cizaña y los conatos de motín estuvieron a la orden del día, porque algunos de los nuestros «eran díscolos, arrogantes y rebeldes». A los sufrimientos causados por estos contratiempos, se unió el carácter intransigente, agrio y arrogante de mi tía. No perdía ella ocasión de culpar al Adelantado de todos estos desmanes, y a su falta de decisión y empuje el no poner remedio a los mismos. Conociendo a don Álvaro como lo conocía, bien sabía yo que eso a él mucho le dolía y le contristaba, porque no era hombre de altanería y petulancia, sino más bien dado al entendimiento razonado y cabal. Los desmanes llegaron a tal extremo que, movido el adelantado por la impertinencia diaria de su esposa, y no menos deseoso de justicia que era, tuvo que ejercerla ejecutando a su pesar a algunos díscolos de los nuestros. Con esto, las revueltas se calmaron, aunque para colmo de males, los nativos se sublevaron y trastocaron nuestros planes de entendimiento.

Pocos días después observé desolado que el rostro de mi tío palidecía y le menguaban las fuerzas. Copiosos sudores le bañaban el cuerpo y los delirios turbaban su mente. Casi a solas, pasó los días peores de su vida. Sabedor de su situación, reunió a los capitanes y nombró a su esposa Isabel su legítima heredera y gobernanta de la flota. Como campanas luctuosas sonaron los cañonazos para despedir despojos y sueños del Adelantado. Por no haber más que arena, en la playa lo dejamos, mientras ya la Barreto, usando sus dotes de mando, planeaba dejar lo que siempre ella pensó que nunca debía haberse iniciado. Con los ojos en lágrimas, desde el puesto de vigía de la nave San Jerónimo, lo despedí, bajé a cubierta y por días lloré en silencio. La mar en esas latitudes nos era desconocida, incluso para los pilotos y capitanes más avezados. Avanzábamos lentamente y al desgaire, aunque siempre intuí que la Adelantada, enredadora, astuta y decidida como era, bien sabía el rumbo que llevábamos y el puerto hacia donde ella nos dirigía. El rumbo al Norte me contrariaba, porque algo me decía que nuestra buena suerte era yendo hacia el Sur, hacia tierras australes. ¡Ese punto Norte fue el que torció para siempre nuestra buena ventura, estando como estábamos, a un punto de la gloria!

El Sur seguía torturándome y por días enteros me enajenó ¡Eres como tu tío!, me afrentó un día ella. Un loco soñador de tres al cuarto, pero ahora no van a valerte artimañas, eres un simple chisgarabís y tus opiniones no van a contar. Enfebrecí por cada legua dirigida hacia el trópico, recordando las malaventuras de las que mi tío me había hablado a la vuelta de su primer viaje. Ella reía mis lamentos y pisoteaba mis lágrimas. Abatido, pero más calmo, comencé a olvidar mis corazonadas cuando la gobernanta ordenó virar hacia poniente, en espera de que alguna buena ventura nos ocurriera todavía. El día que avistamos tierra, volví a saltar de alegría, pero mi alegría se trocó pronto en decepción al saber que habíamos llegado a tierras ya colonizadas. En el puerto de Manila, nos esperaba gente conocida. Sentí alegría al verla y al sabernos salvos. Mis primos, los Castro, me saludaron efusivos, pero mi mente y mi corazón se fueron con mi tío, el Soñador, por su mala suerte y por la nuestra, porque como supimos después, el fallido giro hacia el Sur nos hubiera llevado a la verdadera Australia, todo un continente que, entonces estaba, si no por descubrir, sí por colonizar.

«Navegante español que, en el siglo XVI, descubrió las Islas Salomón y las Islas Marquesas…», le leyó Roberto a la concursante, en el programa Pasapalabra . Yo temblaba de emoción y quería pasarle la respuesta a Vicky, pero ella no pudo recibirla…

La mar en esas latitudes nos era desconocida, incluso para los pilotos y capitanes más avezados. Avanzábamos lentamente y al desgaire, aunque siempre intuí que la Adelantada, enredadora, astuta y decidida como era, bien sabía el rumbo que llevábamos