Diario de León

TRIBUNA

Luis Artigue
​Escritor

La iglesia del Mercado

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Tomamos una copa en la plaza del Grano (al pisar con las suelas de los zapatos las piedras nos parecen un cuerpo) y la noche se enciende. La ginebra en tus ojos abre surcos de niebla…

Y es que estamos celebrando que llevamos ya veintiún años bailando juntos por la vida.

Como yo siempre creo ver a mis antepasados muertos detrás de las cosas más hermosas de nuestra existencia, te comento de pronto que no sé si has reparado en que en esta época del año en León la noche es azul: verdaderamente la noche es azul como si algo le quedara del día; como si algo le quedara de los ojos de mi madre (ya sabes que mi madre tenía los ojos tan azules que se diría que era capaz de teñir de luz las cosas)…

Pero la tristeza (lo enseña el disco de jazz Kind of blue de Miles Davis) a menudo también es azul: tú, aún en pleno duelo, por tu parte recuerdas a tu propia madre (bello ángel supersónico Lita) que se bautizó y caso y curtió espiritualmente y asistió a las novenas junto a su hermana Sara durante sesenta años en la iglesia del Mercado, ahí, ante esa Dolorosa que nos recuerda sin necesidad de palabras lo mismo que nos recuerda todo el teatro de Calderón de la Barca: que la vida es drama y esperanza.

Aprovechando pues que estos días sí tienen abierta de tarde la iglesia del Mercado (poco se piensa en quienes trabajamos por la mañana, en casi todos, pues de ordinario la iglesia del Mercado está siempre cerrada por las tardes incluso aunque, como en los tiempos de las catacumbas, haya misa dentro), entramos para encender una vela por mi madre y la tuya. ¡Las piedras de la iglesia del Mercado para nosotros siempre laten como corazones!

Dentro vemos que no hay nadie; que la iglesia está vacía pero llena como todo templo cuyo silencio armónico invita a regresar al seno. Y yo (lo aprendí en el definitivo libro La oración contemplativa de Hans Urs von Balthasar) permanezco por mi parte atento a ese silencio, desde el convencimiento de que la atención es la forma más pura de la generosidad.

Y entonces, como en el Aleph de Jorge Luis Borges, vence mi pensamiento arborescente la voluntad de atención. Y veo el río de mi infancia. Y tus ojos de toro de lidia. Y pienso en cuando nos conocimos. Nos besamos. En cuando nos casamos. En tu bondad a prueba de bombas. En tu sonrisa que reduce las posibilidades del arte. En cuando conduces con tu mano en la mía como si vivir tan solo fuera un juego. En el lugar pobrísimo del Vietnam profundo en el que nació nuestra hija Lorca. Y salgo de mí. Y recuerdo como nunca el verso de John Donne: «qué casa en ruinas habita el hombre habitando su propio cuerpo». Y comprendo que Shakespeare antes que Heidegger ahonda también en esa idea del cuerpo como casa del ser, y Karl Barth en la idea del templo como casa del ser sin cuerpo. Y rememoro el libro de Henri de Lubac El drama del humanismo ateo que, en su día, me hizo entender que el cristianismo es filosofía: que es pensamiento espiritual realista, postmaterialista y trascendente que ha de ser estudiado además de vivido, pues, como enseña también el Cardenal Newman en Apologia Pro Vita Sua, sin estudio y templo y culto no hay conversión sino sugestión. Y más que nunca, en la batalla cultural que está librando el mundo, me doy cuenta de que, como nos enseñaron los escolásticos y San Agustín y Henri de Lubac, el cristianismo es una filosofía civilizatoria (de hecho es filosofía griega más derecho romano): una filosofía redentora asentada en el amor y la hermandad como valores que confrontan la ley ultracapitalista y elitista y clasista de que sobreviva el más fuerte. Y brindo con gratitud por nuestra familiar red de hermandad (ahora lo llaman solidaridad). Y pienso uno por uno en los no pocos amigos que, como maestros de vida, como ángeles, en los duros momentos han venido a estar contigo de forma tan entregada que dan ganas de ahogarse al llorar dando las gracias. Nosotros. El resumen de derrotas y victorias que es la existencia conjunta siempre en el filo; en el vértice; siempre en esa oscilación entre herida y curación que es la existencia. Nuestra tradición. La impagable herencia de madres que nos enseñaron que la iglesia del Mercado está hecha de piedras que son carne de mi carne y de tu carne. La ventaja de creer que hay por encima de nosotros algo que nos supera. El trampolín que supone estar seguro de que el secreto de la felicidad estriba en darse cuenta y dar las gracias... ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!

La impagable herencia de madres que nos enseñaron que la iglesia del Mercado está hecha de piedras que son carne de mi carne y de tu carne
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