Reflexiones sobre una autonomía propia de León
A parece últimamente con insistencia el tema sobre la oportunidad de reivindicar el derecho, más bien diría la obligación de lograr la autonomía de León. No es nada nuevo, pues desde el principio de la unión de un matrimonio arreglado y sin consentimiento explícito de uno de los contrayentes, se dejó sentir el rechazo al mismo. Fue, lo recuerdo, un contubernio propio de una Celestina (en este caso de un «celestino» de la tierra. «Manda huevos», que diría Trillo). Se logró una sola autonomía con dos regiones diferentes, única en toda España. No tardando mucho, incluso nada más consumarse la unión, mucha gente, incluidos periodistas, políticos e informantes en general, eliminaron la conjunción copulativa, la y griega, nombrando la autonomía como «Castillaleón». Como mucho Castilla-León, al modo Castilla-La Mancha que indica que la segunda parte pertenece por entero a la primera. Algo así como Castilla-La Meseta. Han pasado muchos años desde entonces, los necesarios para constatar el error de un matrimonio forzado y muy «asimétrico» entre los contrayentes. A duras penas, y no siempre, se ha logrado que se instale la y griega de León. Da toda la impresión que Castilla ha «fagocitado» a León, y que éste se haya dejado comer «mansamente».
No creo, sin embargo, una vez puntualizado lo que precede, que ahora sea el momento de seguir echando las culpas de lo ocurrido a la traición, a la indolencia, al desinterés o a la bonhomía del leonés, ni a su grandeza y generosidad. Tampoco a la tendencia invasora de una de las provincias de la Comunidad, como ha quedado meridianamente demostrado. Algunos creen que es el momento de replantear, o bien las arras matrimoniales o bien el divorcio consensuado. Creo que este último sea lo más juicioso por el bien de los cónyuges. Cuando se estaba negociando (mejor, imponiendo) la autonomía, tratando de encontrar una solución al maridaje inevitable, yo sugería en mi entorno que deberían considerarse ciertas cuestiones no menores. Suena un poco a una pincelada de humor, pero yo lo decía en serio, créanme. Así, yo pensaba que la autonomía, si no había más remedio, al menos debería denominarse León y Castilla, por ese orden. Era lo mismo, pero diferente, ustedes me entienden. En segundo lugar, la fiesta, el patrón de esa autonomía, debería ser Fernando III El Santo, que ya había unido ambos reinos en su día. Y tercero, y no menor en importancia, la sede, la capital de la autonomía debía recaer, por el bien de los contrayentes, en la noble, recoleta, culta y humilde en su grandeza ciudad de Palencia. Cuántos problemas se hubieran evitado, estoy seguro de ello. Se habrían equilibrado poderes, morigerado afectos y pasiones. Es obvio que nadie me hizo caso, naturalmente.
Volvamos, pues, al principio de este artículo, al momento, a la oportunidad de encontrar, al fin, la solución al problema. Aunque solo fuera por su rica, singular y dilatada historia, por la importancia de su legado democrático, su acervo cultural, folklórico, tradicional, lingüístico y económico hacia el conjunto de España, León siempre se ha merecido y se merece un lugar destacado, una autonomía propia, y no solamente, aunque no es poco ni mucho menos, un lugar destacado y brillante en el escudo de España. Es cierto que cuando se gestaron las autonomías en España, León había perdido fuerza, empuje, importancia económica y política. La sociedad rica, influyente y boyante de antaño se había ido convirtiendo en una sociedad burguesa venida a menos. Algo así como si siguiera viviendo fundamentalmente de las rentas, pero sin el entusiasmo y ambición de antaño. Se quedó medio cariacontecida ante la boyante Valladolid, motor industrial y con grandes ínfulas de poder y mando. Se dejó hacer, con apenas amagos sin fuerza de protesta y defensa de lo suyo. Los políticos y mandamases de entonces no plantaron ni lucha ni argumentos alternativos. Se planteó, incluso, la unión (sumisión) con Asturias, como un reflejo de retorno al pasado de familia, al seno materno. Tampoco tuvo eco. Apenas un puñado de «leonesistas» pretendía enarbolar la bandera de lo leonés. Fueron tachados de oportunistas sin mucho fuste. Es cierto que tampoco demostraron lo contrario, ni las circunstancias se lo permitieron. Es de justicia, sin embargo, reconocerles el valor en la defensa de lo leonés, aunque fueran tachados, insisto, de ilusos y oportunistas. Una vez hechas las observaciones precedentes, paso ahora a plantear otras reflexiones al respecto.
Además de recurrir legalmente a cuantas normas y leyes permitan poner sobre la mesa la propuesta-exigencia sobre la autonomía referida, creo que es fundamental y prioritario fomentar y conseguir que el pueblo, los leoneses refuercen la identidad de lo que son y de lo que pretenden seguir siendo. Si eso se consigue, si tras los planteamientos transversales, democráticos, respetuosos y dispuestos a debatir lo que haga falta sobre las filias y fobias, los pros y los contras que el personal tiene al respecto, se alcanza un consenso sólido, la victoria tendrá dueño. Remarco que en este proceso no es ni prioritaria ni siquiera fundamental la intervención política. Es mucho más importante la intervención de empresarios lúcidos y comprometidos, escritores, historiadores, sociólogos, expertos del derecho y de la Constitución y demás intelectuales que «iluminen «el camino, aunque lo fundamental siempre será el sentido común y la identidad como grupo de los leoneses «de a pie». A los políticos les incumbe jugar el papel de articular adecuadamente el proceso, pero sin que se enreden ni se escoren en aras de «sacar tajada» del mismo. Ya sé que eso será difícil, dada su tendencia intrínseca en «arrimar el ascua a su sardina», pero ojalá en este caso tengan altura de miras; al menos, eso espero.
Queda, pues, el compromiso de todos esos empresarios e intelectuales, que los hay, muchos y buenos, para que se haga realidad el proyecto. Añado que la autonomía de León no iría en contra de ninguna otra autonomía española, incluida, obviamente, la de Castilla. Que yo sepa, León se lleva bien con Cantabria, Asturias, Galicia, y lo mismo pasaría con Castilla, una vez que se consolidara el dicho: «Cada uno en su casa y Dios en la de todos», que traducido para la ocasión vendría a ser: «Cada uno en su autonomía y España en la de todos».
Para terminar, haré dos observaciones más. La primera es referente al término «cazurro». No hay que hacer caso a la «leyenda negra» asturiana que define al leonés como agarrado, apegado al dinero y poco dado a invitaciones, al contrario del rumboso asturiano. Ni a la RAE: malicioso, reservado y de pocas palabras. Y mucho menos al de torpe, corto de entendimiento. Yo prefiero lo de: «Persona callada que con astucia hace o intenta lo que le conviene». La segunda observación o confidencia es que yo no soy leonés de nacencia, pero sí de querencia. Es más, soy castellano de origen, y concretamente de un pueblo de la provincia de Palencia, y amo a las dos autonomías, la de Castilla y la de León.