TRIBUNA
Sin darle más vueltas
El ser humano se ha hecho siempre preguntas sobre lo que ignora. Su objetivo es entender y comprender lo que le rodea o lo que presume, intuye o cree que existe. No se conforma con constatar los hechos, sino que busca el qué, el cómo y el por qué ocurre lo que ocurre. Tomemos, como ejemplo, el proceso de la digestión de los alimentos. Conoce todo, prácticamente, sobre lo que ingiere (composición, valor energético, tolerancia, o intolerancia, grado de digestibilidad y demás propiedades etc.). Conoce, asimismo, todo lo que ocurre con esos alimentos desde que se los introduce en la boca hasta que expulsa los restos por el final del tubo digestivo, incluidos el porqué de su composición, consistencia, olor y color de los mismos.
Traigo a colación este ejemplo del conocimiento para hacer un paralelismo con otro campo del saber: el qué, el cómo y el por qué ocurre lo que ocurre en el proceso político en el que nos encontramos. Ya sabemos que la verdad en este campo es la que es, pero ocurre que, así como en matemáticas dos más dos son cuatro, y el orden de los factores no altera el producto, en política no rigen esos principios básicos y elementales, y la verdad acaba siendo el resultado aleatorio de la suma, o la resta más menos la multiplicación o la división de los componentes elegidos por el pueblo, en principio iguales entre sí, pero, en realidad, con diferente «peso atómico…». Es por eso que el personal anda tan despistado y se pregunta ¿cómo es posible que esté ocurriendo lo que ocurre? Es decir, trata de darse una respuesta lógica a la pregunta. Dado el resultado, que ese sí lo conocemos, lo que sorprende es que, partiendo de unos principios, en principio (valga la redundancia) claros y admitidos como fundamentales, los pilares que sostienen el edificio, ejemplo, la Justicia, y más en consonancia con ella, la Constitución, la realidad que se deriva de los mismos sea tan distinta de lo esperable. Algo falla, concluye, pero ¿el qué? ¿dónde está el error?
Los estudiosos en estos temas no hablarán en realidad de error, sino, en todo caso, de una falta de previsión o de ignorancia relativa de las consecuencias que «matemáticamente» harían probable tal desenlace. Sabemos, más que de sobra, que la política no es una ciencia exacta (bueno, si me apuran, ni ciencia ni exacta, aunque los políticos tengan otra visión muy distinta), pero para eso está la estadística, para determinar la diferencia entre lo posible y lo probable. La elección de los políticos que han de «manipular» nuestras vidas es algo en apariencia sencillo, pero complicado en realidad. Para empezar, se parte de un planteamiento que adolece de la claridad y veracidad necesarias: el poder derivado de las urnas es lo más importante en una democracia parlamentaria. No señor, lo más importante es el respeto y la supeditación del poder parlamentario hacia la Ley y la Justicia. Ya va sonando algo de lo que ocurre, la manipulación del orden de los factores, de tal suerte que si priorizo «el poder de las urnas sobre el poder de la Ley y la Justicia» da un resultado totalmente diferente al deseable.
A estas alturas de la película, ¿alguien mínimamente informado, tanto si no lo ha votado o lo ha hecho de forma directa, indirecta, perifrástica o tapándose la nariz al gobierno versicolor actual se extraña de lo que está ocurriendo? Analicemos los motivos (razones subjetivas) que determinan el voto. La adhesión «inquebrantable» hacia un ideario de un partido político (sea el que fuere) presenta unas ventajas indudables en la «economía» del razonamiento y crítica internos. Como no se especifica el grado de adhesión (escala del uno al cien) hacia el ideario, y mucho menos hacia la persona del candidato «todopoderoso», ocurre que el voto «ciego» tropieza fácilmente y puede causar estropicios en el choque con la realidad. Si a esto le añadimos ingredientes ocultos pero potentes como la envidia, el odio, egoísmo exacerbado (con la consiguiente querencia y tendencia a la manipulación, tanto soterrada como abierta y sin complejos, es decir sin el más mínimo freno moral, ético y estético), así como fobias diversas, rechazo frontal al razonamiento del otro (polarización cristalizada), ¿de verdad les extraña el resultado? Claro que «nos lo tenemos que hacer mirar», expresión que define, en este caso, un estado anormal (y a veces patológico) del funcionamiento de una sociedad en un momento determinado de su andadura.
Que el ser humano (y la sociedad) es complejo, enrevesado, con tendencias egoístas y agresivas (tanto auto como hetero) no es descubrir nada nuevo. También posee capacidades demostradas para amar y respetar al otro. Estamos llegando, sin embargo, a un momento en el que respetar al «adversario» es considerado una muestra de debilidad, incluso de traición a unos principios rígidos e inquebrantables por definición (sin crítica auténtica, en muchos casos, sobre el cómo y el porqué de esa adhesión). Hay, asimismo, mucho «idealismo», mucha fantasía en torno a la política. Como señala Mark Solms en su libro El manantial oculto : «Solo nos hacemos conscientes de nuestras fantasías cuando la realidad las contradice» (en el caso que nos ocupa, ¿ni siquiera cuando la realidad las contradice repetidamente?). Me temo que llegue un momento en que perdamos capacidades para entendernos, y en los que la palabra, la lógica, la sensatez, el respeto etc., ya no sean ingredientes fundamentales para resolver las diferencias y llegar a acuerdos. Llegado a este punto, y recurriendo al humor, me acuerdo de unos «cabestros» querellantes que, en medio de una discusión acalorada en la que no se ponían de acuerdo, le dice el uno al otro: ¿«Pero por qué perdemos el tiempo hablando si esto se puede resolver más pronto y mejor a hostias…»?
Es de sobra conocido que hay fuerzas, impulsos, deseos inconscientes que condicionan la conducta y que nos colocan en situaciones complicadas. Tomar conciencia de ello es prioritario y fundamental para buscar y encontrar soluciones al respecto. Claro que ello exige sinceridad y valentía. Sinceridad para analizar sin prejuicios, y valentía tanto para admitir nuestra parte de error como para admitir la parte de verdad en el otro. Lo que es irrefutable es que es fundamental y necesario que la verdad prevalezca sobre la mentira, que el bien común esté por encima del bien personal o del partido, que la administración de la Justicia esté por encima de la manipulación de la misma, que el egoísmo personal no utilice el poder que se le ha concedido al político para otros fines ajenos y distintos a su cometido primordial. ¿No les acaba sonando el por qué estamos dónde estamos? Una sociedad que permite y tolera que pase lo que está pasando es connivente y cómplice directa o indirectamente, o está demasiado interesada y ensimismada en su pequeño mundo individual y «anda a brevas». La idea de que el problema es político, y por tanto una cuestión exclusiva de los políticos, es una trampa edulcorada con el empleo del término democracia e, incluso, pervierte la verdadera grandeza del concepto. Los políticos deben ser únicamente (y no es poco) los fieles y dignos representantes de la sociedad. Si esos representantes consideran que la sociedad les pertenece, y no al revés, saquen la conclusión. No le demos más vueltas.