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TRIBUNA

Matías González
SOCIÓLOGO

Medallitis

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Vivimos esos Juegos Olímpicos que nos visitan cada cuatrienio. Desde que cesaron las fanfarrias del desfile de inauguración empezó a escucharse el lúgubre tañido de la campana de difuntos. El tañido habitual en todos los Juegos habidos que recuerda la lamentable penuria de galardones olímpicos para nuestras más que nutridas delegaciones de atletas, pagadas con dinero público. Difícil será hallar una proporción más rácana entre el número de partícipes que se apuntan al festejo y la consecución de trofeos que la de representación del Reino de España. Los periodistas etiquetan los desenlaces funestos con excusas variables: unas veces, la lluvia, otras veces, el sol; un error en la puerta 7; una pájara en el hoyo 14. Una vez que se han hecho pronósticos más que infundados para aumentar las audiencias, todos los remedios para combatir la frustración son aceptables. Pero los hechos son implacables.

Hasta los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, España ha obtenido un total de 174 medallas; Italia, 617; Francia, 748; Gran Bretaña, 916; Alemania, 652; Polonia, 298; Japón, 497; Corea (Sur), 287; Australia, 543; Países Bajos, 322; Suecia, 503; Hungría, 511; Rumania, 306...  No alargo la comparativa para no ofuscar pero en su móvil tiene las comparanzas que quiera.  Saquen ustedes las inferencias considerando las situaciones socioeconómicas y las demografías respectivas.

Los argumentos de los responsables del deporte para justificar la recurrente escasez de preseas, obtenidas por las representaciones españolas en los eventos olímpicos parecerían contundentes si no adolecieron de una vergonzosa cojera conceptual. «El medallero olímpico —dijo una vez un mandatario del CSD, de cuyo nombre no queremos acordarnos— es un espejismo trivial que no testimonia la verdadera categoría de un país. No hay correspondencia entre el acopio de medallas en una Olimpiada y los niveles de desarrollo de una comunidad». Que España, pues, décima potencia económica del mundo, aparezca en el puesto vigésimo en el cómputo de ‘chapas olímpicas’ no significa ningún despropósito, según este argumento. Y completaba  el ministro su aserto de acémila, con la evidencia, poco menos que pontifical que España !ay! tenía incluso mejores niveles deportivos que otros países que, a la hora de la verdad conseguían más laureles en el podio.

La vaciedad de ese argumentario es tan clamorosa que solo basta con echar una ojeada a la wikipedia para comprobar con triste sonrojo que  muchas naciones con niveles de progreso muy inferior al español obtienen un número superior de medallas olímpicas. Y naturalmente las que están por delante en lo económico, nos doblan y hasta triplican en cosecha de metales. Es —se excusaba el mandatario de marras— una cuestión de mala suerte el que aquí escaseen las «primeros espadas» capaces de auparse a los puestos de honor y abunden, por el contrario, los subalternos. Con razón es digno de olvido el personaje que emitió una excusa tan impresentable.

Es cierto que desde la eclosión de los Juegos de Barcelona en el 92 el acopio de laureles, aun siendo inferior a la potencia teórica del combinado hispano, se ha mantenido en unos niveles puede decirse que casi decentes.  Pero aún recuerdo mis frustraciones de adolescente, desde los Juegos de México en el 68 hasta los de Barcelona, en el 92, en que una España en efervescencia no fue capaz de sumar ni media docena de medallas en 24 años, en 6 Juegos consecutivos.

Los españoles presumimos de la  nación mas atractiva del mundo, de un Imperio donde no se ponía el sol, de las fiestas más excitantes  del planeta y no sé cuantos méritos más. Pero es obvio que en los deportes  de base del olimpismo: la natación, el atletismo, la gimnasia, donde el esfuerzo, la constancia y el sacrificio  del individuo es primordial, nos hallamos a la cola.

Una vez que se han hecho pronósticos más que infundados para aumentar las audiencias, todos los remedios para combatir la frustración son aceptables