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TRIBUNA

Luis-Salvador López Herrero
Médico y Psicoanalista

Esto es el fin

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¿Cuándo debería un escritor abandonar la escritura, o un pintor retirar el lienzo de su mirada, o arrojar el escultor la materia prima de su actividad hacia otro lado, o bien, el artista, en general, desprenderse de un escenario que tanta dicha le suministró a lo largo de su carrera?

Son muchos los autores que, con el paso del tiempo, se ven interrogados por esta pregunta tan existencial como precisa. A veces porque sienten que el público o la fortuna del mercado les dan la espalda; otras porque el deseo se va apagando lentamente y dejan de confiar en sus proyectos o su affaire creativo. Y algunos, precisamente, lo llegan a formular cuando la llegada de los años, que no perdonan, les va indicando el límite que toda vida encierra, sepultándose así los posibles anhelos que aún perduran, en la cotidianidad del que nada tiene ya que decir o mostrar.

Hace unos días fui a escuchar y ver, en el jardín del Museo romano de León, el espectáculo flamenco Raíces de mi tierra , que llevaba implícito el guion de poseer inspiración, sentimiento y pureza del flamenco. Y me defraudó. ¡Claro que me desilusionó!

Porque lamentablemente no hubo duende. Ese halo mágico que todo flamencólogo y poeta conocen muy bien, y de cuya presencia está en juego el devenir exitoso, o no, de cualquier espectáculo, o lo que es lo mismo, la transmisión de un lazo creativo que hace sentir en el alma todo aquello, que la música, la voz o el movimiento del bailarín, son capaces de introducir en los espectadores presentes.

Es evidente que hubo música en tono flamenco; también diversos instrumentos que se equiparaban para este menester, y diferentes voces que se empeñaban en aportar, a partir de diferentes palos, todo aquello que el grito humano pretende insuflar en cualquier alma sedienta y presta a sentir, por un instante, el desgarro que habita entre sus poros.

Pero claro, nada de esto sucedió, tal vez porque el duende que, en ocasiones, me habita y me hace sentir, tampoco estaba en esa noche para mí.

Porque el virtuosismo de un guitarrista nunca puede tocar el alma si no es capaz de hacer sonar, con su instrumento, esa nota mágica que misteriosamente impregna y abre momentáneamente una sensibilidad que está a flor de piel. Pero tampoco la voz puede conseguir el efecto deseado si no se posee ese instante mistérico, que sólo los dioses pueden conceder de forma caprichosa, un día sí y mil, no. Y así, en esa noche fría, a pesar de ser verano, mantuve la atención, pero sin llegar a percibir más que el eco brillante de voces que, acompañadas en la versatilidad que infundía el ritmo instrumental, intentaban hacer creer en una comunión artista-espectador tan anhelada.

Sin embargo, el colofón del acto aún no se había anunciado, y yo esperaba, con su presencia, algo nuevo, diferente, capaz de hacer, de todos esos prolegómenos de mi espera incierta, el sentido de la velada. Como si ese último momento pudiera dar definitivamente un significado a toda una noche de flamenco que había esperado.

Conocía su nombre, sabía de su éxito en el pasado, pero no tenía en mente el destino dramático que, nuestro bailarín protagonista, había sufrido a lo largo de su vida, ni mucho menos la imagen actual.

Y después de lo que pude presenciar, se me encogió el alma, al percibir cómo el cuerpo difícilmente podía bailar en el escenario, a pesar de todo el griterío que trataba de mantenerle allí, firme, como esperando el trazo genial de un movimiento congelado en un pasado irremediablemente alejado.

Tengo la impresión de que no quería salir, de que ya no estaba para todos esos trotes noctámbulos después de tantas galas de éxito y de clamor popular. Y, por momentos, pensé, que no salía, porque la invocación de su nombre se entorpecía con nuevas voces del acompañamiento musical, que pretendían subsanar una presencia que no llegaba, que no terminaba de culminarse, porque entonces sería el fin.

Sinceramente, y respeto su presencia en el escenario, me hubiera gustado que no hubiera salido, que no hubiera dicho nada, que, por supuesto, ni hubiera intentado bailar y que el público se hubiera quedado con la imagen que tenia grabada en su retina, pero… ¡Quién sabe por qué lo hizo!

Ahora bien, puede ser que se tratara simplemente de eso, que yo no supe entender ni apreciar en esa noche: salir con parsimonia al escenario mirando a su público, mientras mantenía un semblante al hilo del ritmo que sonaba, para más tarde dejarse mecer en el sonido, congelando el movimiento en el recuerdo que todos poseían en su memoria...

En verdad, nunca conoceremos, con certidumbre, por qué tantos artistas, escritores, poetas, escultores o gentes del espectáculo, en general, se empeñan por seguir manteniéndose activos mientras la melodía del duende ha dejado de insuflar, ciertamente, en su alma, cualquier chispa creativa.

Y no creo que lo podamos explicar por el ego, la vanidad, o toda esa vulgaridad nutricia que aporta el bendito o maldito dinero, según se mire.

Luego tal vez sea la sintonía placentera que aporta el contacto con el público, como antídoto de la soledad y de la sensación de finitud que arrastra toda vida, una vez que comienza a vislumbrarse la llegada del fin, lo que nos ayude a entender la necesidad de sentir el aplauso que brinda cualquier escenario.

Porque el escenario o el acto genial que se persigue y persigue, a pesar de fracasar y fracasar siempre un poquito, es algo que mantiene viva la cadena de la repetición, tanto como la vitalidad de una individuo que lo intenta una vez más.

Sí, son simples pinceladas de una noche fresca de verano que, para los protagonistas en cuestión y demás autores, tal vez poco importen, o ¿sí?

Nunca conoceremos por qué tantos artistas, escritores, escultores o gentes del espectáculo se empeñan por seguir manteniéndose activos mientras el duende ha dejado de insuflar chispa creativa