TRIBUNA
Acabado agosto
Estaba a lo mío en estos días pasados de agosto, dentro del país pero algo distante del parloteo inagotable. No se conoce que nadie haya pasado frío. Quizá doblada la Virgen de Agosto las cosas hayan cambiado en algún sitio.
Este «a lo mío» viene a que se puede destinar más tiempo a la soportable levedad de uno (discúlpeme Milan Kundera, por la licencia) sin tanto barullo, prioridades y carreras de velocidad como las vistas en los Juegos Olímpicos o como las habidas en la ciudad de Barcelona por ese nuevo ilusionista que aparece y desaparece.
Miraba por la ventana (deporte recomendable a cualquier edad) cuando sonó la llamada de Efrén y me temí lo peor, como así fue: había vuelto de los Fiordos. Había tomado más de dos mil fotos que me quería enseñar tomando un algo. Todos mis instintos se pusieron en modo de alerta para que, a la vez que maldecía que las cámaras de los móviles no lleven carrete (lo que sujetaba mucho las ganas de disparar), pensar en alguna buena excusa para posponer ese encuentro lo más posible. Al final le dije: «ya te llamo yo que ahora no sabes cómo ando…». Es una excusa muy convencional pero todavía funciona.
A todo esto no me dijo a qué fiordos había ido, aunque imagino que a los lejanos, si bien a distancias cercanas los tenemos en Castilla y León, Andalucía, etc. Y ahí llevan millones de años esperando a que nos acerquemos. También esperan con esa paciencia que solo puede tener un fiordo las correspondientes sesiones de fotos. Y el inevitable: «oye, que mal me has sacado». Como si la cámara pudiera hacer milagros…
Este pasado agosto, y ya desde hace unos cuantos, fui aflojando el frenesí viajero o al menos las distancias, para redescubrir lugares ya vistos o hacer parada en aquellos que estaban destinados para más adelante. Todos ellos tienen una historia que contar, a veces una distinta cada año.
Recuerdo una ruta a pie que comencé a deshora y sin comida. Los bares y restaurantes por los que pasaba los encontraba cerrados o sin sitio para mí. Quedaba trecho por delante y algo tenía que echar a la barriga para seguir. Entré en una tienda que seguía abierta con la idea de comprar unas almendras o lo que fuera. La señora que la regentaba entendió mi desazón: cortó pan, rodajas de un chorizo picante inolvidable, también cortó un poco de queso «de por allí», agregó un plátano, me llenó la cantimplora y me dijo: «con Dios». Me brotó un recuerdo, rescatado de muchas décadas atrás, de mi madre haciendo lo mismo o parecido y el que escribe saliendo escapado a la calle.
No viene mal un bocadillo y cuidado de madre por el mismo precio. Por cierto, por lo poco que me cobró la señora le dan ganas a uno de tirar de ahorros, lanzarse a los caminos durante un tiempo e ir resolviendo cada día la vida. Como Rambo pero más fácil. Que nos complicamos a veces mucho la vida, vamos.
Enfrentar de cara estos estíos (la palabra ya sugiere casi una infinitud), sujetando la angustia de no tener nada programado, se parece a aquellos veraneos de niñez en los que las horas parecían tener mucho más de sesenta minutos; instalado en ese alivio mental uno se puede dedicar, por ejemplo, a colocar recuerdos. O a retocarlos (esto del Photoshop no hace ni la mitad de la magia que puede hacer una memoria con ganas de darle un final feliz a un mal viaje o a una mala tarde).
Concluyo que no necesito viajar en cruceros visitando ciudades a toda velocidad y actividades en el barco sin parar contribuyendo a este aturdimiento de Occidente que todo lo llena. Si viajo, me quiero detener. Porque viajar es detenerse en aquello que lo merece.
Comprendo, más que nunca, a Kavafis que sentado en su pupitre en ese «arriesgado» y «aventurero» puesto de funcionario de la Tercera Sección de Riegos del Ministerio de Obras Públicas fuera capaz de imaginar el viaje entre los viajes, valioso más por su tránsito que por su destino. El mejor viaje, el mejor destino, la mayor aventura solo puede salir de la propia imaginación.
Hoy también comprendo al que encuentra belleza en los páramos y lo cuenta. Simplemente se ha detenido a observar.
También comprendo al que se detiene en los bosques, espera el momento y consigue con la cámara de fotos el momento inefable que a lo mejor nunca se compartirá.
Son estos días de agosto en los que por fin he sido consciente de porqué la voz de Stevie Nicks (Fleetwood Mac, ya saben) me ha cautivado tanto años: entra como la cerveza más amarga y fría.
Paseo por estas calles y senderos y reparo en las caras. Siempre pienso igual, al menos los primeros días después del aterrizaje, con toda la carga de suficiencia del que viene de la ciudad y ve el telediario todos los días: lo mismo no son felices, no les veo esa sonrisa de presentador de Pasapalabra. Aunque quizá cuando tienes la cara quemada por el sol duele sonreír.
El viento que se levanta desordena las notas que tengo encima de la mesa. Huele a húmedo. Las nubes que llegan lo hacen con aspecto de panza de burra. Lo mismo esta noche llueve.
Agosto, en algún momento, también hizo las maletas. Del otoño ya hablaremos.