TRIBUNA
Aux livres, citoyens
Tal vez algún lector se pregunte por qué he puesto el título de este artículo en francés. ¿Qué pasa con los no conocen ese idioma? Resulta que los modernos pedagogos dicen que en internet podemos encontrar cualquier cosa. Si tienen razón, en lugar de saturar nuestro cerebro memorizando multitud de palabras, basta con acudir al traductor de Google. Otra cosa es que, en la vida práctica, estemos dispuestos a tomarnos esa mínima molestia. ¿Para qué preocuparnos de lo que no nos divierte?
El conocimiento, cada vez más, es un valor a la baja. Nos cuentan que importa el pensamiento crítico, las habilidades que desarrollamos en nuestra educación. El problema que las ideas, si tienen algún valor, se fundamentan en datos. Recuerdo, a este propósito, una escena ilustrativa que tuvo lugar hace un millón de años en un Museo de Valencia. Mi interlocutor elogiaba el sentido crítico de un pintor medieval porque había colocado a la jerarquía de la Iglesia en el infierno. Respondí que el artista no había sido especialmente original y valiente: se limitaba a seguir un lugar común de su época. Estaba claro que, sin conocimientos, ninguna interpretación de aquel cuadro valdría nunca un pimiento.
Amo desaforadamente la cultura. Por eso me apena ver como la reducen a una irritante colección de banalidades. Por eso me resultó tan reconfortante Volver a aprender (Plataforma Editorial, 2024), de Andreu Navarra, un extraordinario historiador y docente que, en los últimos tiempos, se ha distinguido por liderar la batalla contra el pedagogismo, que no contra la pedagogía.
Así, frente a los que se empeñan en devaluar el conocimiento, el autor nos recuerda algo básico: vamos a la escuela a que nos enseñen cosas, no a ser felices. Lo mismo pensó la pobre Lisa, en un capítulo memorable de Los Simpson , cuando asiste una extraña clase de matemáticas emocionales. «La autoestima no puede sustituir a la educación», protesta. Naturalmente, nadie le hace el menor caso. ¿Para qué las ecuaciones si podemos cantar y bailar? El «crecimiento personal» se convierte así en un sucedáneo de las transformaciones políticas que necesitamos y nos escamotean.
No es causal que semejante engendro pedagógico tenga lugar en un centro como el de Lisa, al que asisten los hijos de los trabajadores. Navarra, en su ensayo, denuncia que las familias pudientes pueden pagar a los suyos una formación auténtica. A los pobres, en cambio, solo les quedan juegos que no conducen a nada. Distraen sin educar. Las reformas educativas supuestamente avanzadas evidencian así su lado más clasista. Si la enseñanza se adapta a la vida, se da por supuesto de que los hijos de los obreros seguirán siendo obreros. Ya está: nos hemos cargado la movilidad social de un plumazo.
Se supone que debemos desterrar de las aulas lo inútil y retener solo lo que sirva para algo. Planteadas así las cosas, todo parece obvio. Solo que establecer qué es inútil no es tan fácil como parece. La historia nos demuestra que, a la larga, tanto sentido práctico acaba por ser contraproducente. En España, durante los siglos XVI y XVII, tuvimos técnicos excelentes. Lo que nos faltó fueron genios como Galileo o Newton, gente que se dedicara a la ciencia pura. Así nos fue. Si dejamos de practicar el saber por el saber, al final solo conseguiremos condenarnos al subdesarrollo.
Aunque pueda parecer que hablamos de rendimiento académico, en última instancia la cuestión es política. Atañe al tipo de ciudadanía que pretendemos construir. Llevamos años reformando la educación sin parar, al parecer para inculcar valores progresistas. Lo único que hemos conseguido es que muchos jóvenes sean cada vez más machistas y tiendan a peligrosamente hacia la extrema derecha. Hemos insistido en inculcar memoria histórica y ahora resulta que la gente vota a los herederos del fascismo. ¿Cómo explicar este contrasentido? Será que las pedagogías supuestamente activas, como ya vio Gramsci, lo que hacen es fomentar el conformismo social.
El libro de Andreu Navarra, en estos tiempos deplorables en los que la gente presume de su ignorancia, ha sido para mi un soplo de aire fresco. Mientras lo leía en el tren no podía evitar sentirme enardecido con unas páginas que suenan, en cierto sentido, como La Marsellesa. Aquí también se llama a los ciudadanos a defender una patria, la del conocimiento. Volver a aprender nos invita, en suma, a no resignarnos. Por suerte, de cuando en cuando, uno se encuentra con algunos «brotes verdes» que impiden que se hunda del todo en la miseria. Eduardo, un buen amigo, me cuenta que, desde que tiene que comer solo al mediodía, ha dejado de ver el telediario y lo ha sustituido por conferencias de especialistas que se pueden sacar de Internet, como una disertación sobre San Juan de la Cruz. Mi viejo compinche me asegura que ese sencillo gesto le ha cambiado la vida. Le entiendo. No creo que exagere un ápice. Es más: estoy convencido de que el suyo es un acto de resistencia frente a la dictadura de lo insustancial.