TRIBUNA
En la muerte de Manuel Iglesias Cabero
El domingo falleció en Madrid don Manuel Iglesias Cabero, magistrado emérito del Tribunal Supremo. Y, para comenzar este recuerdo en memoria suya, recupero el tratamiento del que él me había apeado hace ya la friolera de treinta y cinco años y me refiero a él como suele llamar el alumno a su maestro; al menos en aquellos años en los que nos frecuentábamos y en los que las nuevas costumbres no habían impregnado aún de vulgaridad todas nuestras vidas.
Decía Calderón que «la muerte siempre es temprana y no perdona a ninguno» y, aunque sus noventa y un años y su recientemente quebrantada salud hace ya algunas semanas que nos habían puesto en guardia a quienes le queríamos, su ligera recuperación y el alta hospitalaria que recibiera hace menos de quince días nos hicieron concebir la esperanza de que la dolencia que se auguraba letal le iba a dar alguna tregua.
No creía que ese respiro fuera tan breve, y descuidado ya como estaba, recibí esa misma mañana el anuncio de su muerte.
Conocí a Manuel Iglesias durante mi juventud cuando haciendo un paréntesis en su vida judicial, que iniciara en los años cincuenta del siglo pasado, fue nombrado delegado de Trabajo en la provincia de Segovia; cargo que aceptó, a buen seguro, para poner distancia con su último destino en la Magistratura de Trabajo de Bilbao. Los finales de los años setenta no fueron muy seguros para los servidores públicos en el País Vaco —por más que ahora se nos quiera convencer de lo contrario—, y él debió de pensar que un pequeño alto en una ciudad castellana era un magnífico destino para un padre de cuatro hijos en edad escolar. Y allí trabé amistad con sus hijos mayores con los que la mantengo aún en estos días.
Pero no fue hasta unos años más tarde cuando, enfrascado ya en el estudio de las oposiciones de ingreso en la Carrera Judicial, y deseoso de buscar un estímulo en ese duro camino, que se me estaba haciendo cuesta arriba, le pedí que se hiciera cargo de mi preparación.
Descubrí así a una persona extraordinaria, volcada con sus alumnos —pese al trabajo que soportaba en el hoy extinto Tribunal Central de Trabajo—, a quienes nos procuraba consuelo en los malos ratos, pero también la necesaria disciplina para poder conseguir la meta que anhelábamos. Los dos días a la semana que, embarcado en el lento tren que unía entonces Segovia con Madrid —dos horas y media durante las que alargaba el estudio—, me enfrentaba a esa inexorable cita que todo opositor tiene con su conciencia, eran para mí el mejor bálsamo posible; y después de ese paseo que unía la estación de los Nuevos Ministerios con el inmueble de la calle Orense en el que nos recibía a los opositores, volvía con renovadas energías a mi encuentro con el temario. Nada nuevo para quien pueda ahora leer estas letras que escribo a vuela pluma en la tarde triste de su partida, por cuanto nada de insólito tiene, en el común de los casos, el cariño del alumno hacia su tutor. Lo que quiero remarcar en estos momentos es que don Manuel Iglesias tomó sobre sí la responsabilidad de prepararme cuando yo llevaba ya un par de años de estudio y venía de un primer fracaso; adoptó, pues, a un alumno maleado y con el ánimo ciertamente debilitado; y con paciencia y constancia logró inocularme el necesario optimismo para sacar a flote la empresa y poder celebrar dos años más tarde el éxito que nos habíamos propuesto conseguir.
Ese día, magistrado ya de la Sala 4ª del Tribunal Supremo, fue cuando me apeó el tratamiento, diciéndome que ya éramos «compañeros». Y a los pocos meses me invitó a acompañarle a un congreso de Derecho del Trabajo que tuvo lugar en Atenas, por cuanto trataba sin éxito de incitarme a que diera mis pasos hacia su jurisdicción. Mi recuerdo de esos días en varios destinos griegos y también en la maravillosa Estambul permanece vívido en mi memoria y todavía guardo el recuerdo de muchas tertulias que tuve el privilegio de mantener con él y con otros dos grandes de la jurisdicción Social que nos acompañaban esos días, Mariano Sampedro, que había sido juez en la villa asturiana de Grado -destino que yo servía en aquel momento como juez de entrada- y Benigno Varela, que fue profesor mío en la Escuela Judicial, y que por esas circunstancias me distinguían, siendo juez novel como era, con su deferencia y con su afecto.
Como el cariño suele ser bidireccional, sé que Manolo también me quería. No había más que ver lo orgulloso que estaba cuando, aquel 21 de julio del ya lejano 2005, me apadrinó en la sede del viejo Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León al tomar posesión de la Presidencia.
Por todo eso estamos tristes los que le queríamos. Mari Tere ha perdido a su compañero de vida; y Carlos, Mercedes, Alberto y Begoña a un padre ejemplar.
Todos hemos perdido a un hombre cabal, gran magistrado que fue durante toda su vida profesional, trabajador incansable y amigo de sus amigos. Solo tenía un defecto que nos hacía discrepar cuando se presentaba la ocasión. Pero habrá visto el derby desde el Cielo y no podrá disgustarse con el empate de su Atleti.
Descansa en paz querido maestro.