Diario de León

TRIBUNA

MANUEL GARRIDO
ESCRITOR

Mundo rural

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Pongámonos tópicos con un paralelo silábicamente calcado de aquel fantasma que hace ya cerca de doscientos años recorría Europa: «Un sintagma recorre España: mundo rural». Campa por la sociedad española, omnipresente y altisonante, ese «mundo rural», cuya aparición se puede observar hacia el último tercio del siglo pasado, justamente al tiempo en que, coincidiendo con la incorporación de España a la modernidad, una cultura campesina tradicional cede el paso a otra precisamente urbana por moderna o viceversa.

Había sido tópica hasta entonces la figura típica del paleto perdido en la ciudad, «que no era para él». A la ufanía del habitante urbano por sus modernidades, altos edificios, luces, tráfico, correspondía el apocamiento del pueblerino avergonzado al confesar su origen, verdadera declaración de inferioridad. No hubiera sido así, de haber contado con este ensalmo para la pregunta por su procedencia: «soy del mundo rural». Entonces habría sido el inquisidor urbano el deslumbrado por la magia de las «divinas palabras».

Por el fondo debe de andar la ficción consistente en creer que la realidad cambia si cambia el término que la designa. Pongamos por ejemplo: pueblo, vejez, ciego, negro quedan transfigurados, respectivamente, en mundo rural, tercera edad, invidente, afro, desplazados los primitivos para siempre al olvido. La realidad es la misma, pero ahora se muestra más amable y adornada, despojada del pringue impreso en ella por el viejo término insoportable. El paso siguiente incluye el monopolio. Ocurre con memoria; ya no existe el recuerdo, todo es memoria. Si alguien se pone a la faena de recopilar recuerdos del pueblo en que nació, el título que ampare su trabajo no será «Recuerdos de mi pueblo», sino «Mi pueblo en la memoria». Seguramente Zorrilla nunca hubiera hoy titulado el libro de recuerdos de su vida como lo hizo hace cien años, «Recuerdos del tiempo viejo», sino «El tiempo viejo en la memoria»; dónde va a parar.

Pero la memoria es el depósito en que se almacenan los recuerdos, de manera que el título de Zorrrilla al hodierno modo no sería más que una obviedad inane y absoluta: dónde, sino en la memoria, iban a estar ese tiempo y sus recuerdos. Y ahí seguirían, si no los hubiera extraído para ser plasmados en un libro delicioso. El título es por tanto pertinente y exacto.

Es obvio pensar que el sintagma mundo rural no podía surgir más que en un simétrico mundo urbano. No hay dificultad en admitirlo plasmado en algún contexto específico, pero se impone rebelarse contra el monopolio y recuperar el término campo, así como llamar a sus habitantes campesinos o campeños, aldeanos, pueblerinos o de pueblo. La parla en peregrina jerga urbana, salpicada de términos exóticos y aderezada de fórmulas con cierto barniz oracular o proloquial, como el que nos ocupa, es de difícil acomodo en el pueblo.

Podemos imaginar la cara de sorpresa del aldeano, interrogado por un presunto ilustrado de apariencia urbana acerca de su grado de satisfacción en el «mundo rural». Cabe incluso la posibilidad de que lo recibiera como una tomadura de pelo o burla insultante con el riesgo en ese caso para el forastero de una respuesta contundente, al estilo de la que le dio el tío Lucas de mi pueblo, provocado por otro hombre de superior jerarquía al cruzarse en el camino de un valle con praderas al fondo: «Si te meto una h…, te mando pa esos praos».

Recuerdo a este propósito la anécdota de un franciscano, predicador en la fiesta mayor del pueblo. Cuando una mujer se dirigió a él para alabarle la prédica, él le insistió en que le dijera qué había sido lo que más le había gustado. Ella se resistía, alegando ignorancia, pero finalmente confesó: «Mire, padre, lo que más me gustó fue cuando Ud. decía ‘Efectivamente’».

Los términos de llamativa apariencia y exótica semántica se imponen a modo de etiquetas deslumbradoras. Se trata de la moda: «mundo rural» es la moda, una etiqueta o marca de moda. Parecería sin embargo razonable abandonar el modo de la moda y volver al modo común, recuperando los términos desplazados: dejar ese mundo rural, donde el sustantivo suena muy grande y el adjetivo muy culto, apenas salido del latín, y volver al campo sin más.

El 16 de abril de 1582 Felipe II escribió desde Lisboa una carta a sus hijas Isabel Clara Eugenia y Catalina, que estaban en Aranjuez. En la carta se desliza fugaz esta nota conmovedora: «De lo que más soledad he tenido es del cantar de los ruyseñores, que ogaño no los he oído, como esta casa es lejos del campo». La fórmula «tener soledad de» remite a la copla tradicional «Soledad tengo de ti,/ tierra mía do nací». En la nostalgia real o regia se mezclaba el recuerdo de sus hijas y de su tierra, disparada por la añoranza del canto de los ruiseñores en Aranjuez; los pájaros cantando lejos del «mundanal ruïdo» en la campiña... Pero aún más importante: si fue rey de medio mundo, del mundo universo habría sido, escribiendo las divinas palabras: «lejos del mundo rural».

Había sido tópica hasta entonces la figura típica del paleto perdido en la ciudad, «que no era para él». A la ufanía del habitante urbano por sus modernidades, altos edificios, luces, tráfico, correspondía el apocamiento del pueblerino avergonzado al confesar su origen
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