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TRIBUNA

LUIS-SALVADOR LÓPEZ HERRERO
MÉDICO Y PSICOANALISTA

Viena… ¿qué Viena?

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Llevaba décadas, leyendo y pensando acerca de Viena y sus personajes, con el anhelo de visitar en algún momento la ciudad que despertaba mi curiosidad. A veces me estimulaba realizar el viaje durante la Navidad —tal vez por esa cosa del manto blanco que cubriría la urbe, o por el famoso concierto de música clásica—, pero nunca llegaba a tomar la decisión de marchar, como si Viena permaneciera en el horizonte de una imaginación convertida en el limbo de las ilusiones.

Así que este verano tomé la resolución de dejar de jugar con la mente, para encauzar los preparativos que me permitieran llevar a cabo la travesía a la ciudad de la música.

Sin embargo, durante la preparación del mismo, el asunto que me interrogaba, después de tantas lecturas y meditaciones acerca del lugar, era con qué ciudad me encontraría. ¿Sería con la Viena imperial de Francisco José I y Sissi; o la del psicoanálisis de Freud; o la literaria de Stefan Zweig, Mussil o Kafka; o la pictórica de Klimt; o la musical de Schubert, Strauss o Mahler; o la modernista de Alfred Loos; o la filosófica de Wittgenstein o Popper; o la nazi de Hitler; o la judía, de tantos emigrantes; o la de las revueltas burguesas del siglo XIX; o la Roja que sacudiría el siglo XX…?

En fin, eran muchas «Vienas» las que suscitaban la fermentación de la imaginación, estimulada por lecturas y pensamientos, a veces compartidos en grupos de trabajo que dispensaba en el Seminario de Psicoanálisis sobre Freud, o en el marco de lecturas como «Lerilaria».

Reconozco que no tenía demasiado interés por acudir a la casa de Freud, situada en Berggasse 19, porque sospechaba que allí no iba a encontrar nada de lo que había suscitado el encuentro con sus textos, o todo eso que había despertado previamente la ideación y el pensamiento sobre la clínica. Y, sin embargo, no quería pronunciarme sobre la visita o no, porque la curiosidad mantenía un pulso latente con la intuición sobre la realidad y el momento.

La llegada a la ciudad no pudo ser más urbana o moderna posible. Un simple atasco de coches en una carretera que servía de enlace desde el aeropuerto al hotel, motivado por los arreglos de pavimentación de una autovía en franca reconstrucción, fue mi primer contacto con el país que sabría aglutinar lenguas hasta hace bien poco. Quedé atónito cuando observé, en el recodo de la autovía, un letrero que anunciaba los nombres de Praga y de Budapest, como a «tiro de piedra», y recordé, al instante, que Viena, la gran urbe crisol de culturas, fue sede del último gran Imperio monárquico de Occidente.

No obstante, puedo afirmar, con total seguridad, que Viena no es precisamente la ciudad de la luz durante la noche. Y lo digo porque, desde el primer instante, me llamó la atención, la escasa iluminación que florecía en las calles más alejadas del casco histórico. Así, una simple y pequeña bombilla led, enclavada en una redondita lámpara metálica, entrecruzada de hilos que suministran electricidad a las diversas conexiones de tranvías o domicilios públicos, es suficiente para alumbrar con esa «flor de tierna oscuridad» una ciudad históricamente tan relevante.

Ahora bien, esa parca iluminación en blanco y negro, ese claroscuro esencial, me hizo recordar las conocidas escenas del film El tercer hombre, en el que el personaje diabólico de Welles compaginaba, en sus calles, el rostro seductor, irónico y maquiavélico del protagonista, con el comercio de los cuerpos infantiles enfermos, en el seno de una ciudad ocupada militarmente durante la postguerra. E igualmente, esa misma atmósfera de penumbra y de soledad nocturna de sus calles, me hizo pensar en alguno de los personajes femeninos que acudirían a los consultorios de Breuer y de Freud, con el fin de descifrar el enigma de sus malestares.

A la mañana siguiente tomé el camino hacia el casco histórico. Para un español es asombroso comprobar cómo bicicletas, monopatines eléctricos, motos, coches, tranvías y viandantes pueden circular de modo civilizado, porque la ciudad está pensada desde hace más de un siglo para vivir.

Y, mientras caminaba a pie, el repique de campanas me encaminó certeramente hacia la catedral gótica de la ciudad. Desde luego que no buscaba participar en ninguna misa, simplemente la encontré, siguiendo el dicho picassiano de «Yo no busco, encuentro».

Así, mientras asentía con la cabeza a la persona que limitaba el acceso a la catedral, mostré con el gesto cierto interés por entrar y observar el ritual católico por excelencia. Una vez dentro y sentado en un espacio que resultaba muy grato, pude escuchar la misa como hacía mucho tiempo que no había presenciado. Un cuarteto de voces masculinas espléndidas y un órgano que brillaba con soltura en medio de las palabras, me hicieron meditar acerca de las creencias y de cómo algunas personas aún seguían manteniendo la esperanza.

Con cierta atención me dejé llevar por el juego de voces y de plegarias, perfectamente ensambladas con el sonido mágico del órgano, dentro de un ritual que, por momentos, me hizo olvidar la atmósfera actual del «Otro que no existe». Y, como siempre, muchas mujeres de diferentes culturas, arrodilladas piadosamente en medio de la ceremonia, hacían mostrar cómo el alma femenina es especial para aprehender «otro goce» menos mundano.

La misa era en alemán, pero no importaba, porque pude captar completamente el sentido del culto a través de la ausencia de significado, tomando conciencia además, de que el mundo cristiano, una vez desaparecidas las lenguas de la Antigüedad, sólo puede transmitirse cabalmente en español o alemán, y quizá en alguna otra lengua romance.

La música en Viena está por todas partes y su oferta es sumamente variada, pero les recomiendo que asistan a las ceremonias de las iglesias, que además son gratuitas, porque es ahí donde quizá se pueda captar mejor el hechizo que envuelve el sonido de los cantos con los instrumentos y la palabra.

A partir de aquí realicé lo que gran parte de turistas formalizan durante sus viajes. Paseé por las distintas zonas del casco antiguo; visité los monumentos más emblemáticos, y algún que otro palacio; observé colas y colas de seres que trataban de respirar la atmósfera de los cafés más conocidos de la ciudad, convertidos en verdaderos embalsamadores del pasado. Además, traté de evitar el encuentro con caballos y carrozas que querían mostrar la ciudad como si la historia aún siguiera viva; degusté platos tradicionales o el vino y el café, en espera de alguna que otra visita guiada; e incluso accedí a la Casa Museo de Freud, a sabiendas de que el espíritu del fundador y padre del psicoanálisis, allí ya no estaba.

Y qué puedo decir de todo esto. ¿Era la Viena que supuestamente esperaba encontrar?

Hace tiempo que tengo la convicción de que la ficción y la imaginación nos acercan más a la satisfacción íntima, que cualquier posible realidad perceptiva. Así que cualquier viaje, como la fotografía que realizamos en infinidad de ocasiones, nunca podrá acercarnos a lo verdaderamente soñado o imaginado. Pero no importa porque de esa tensión se nutre nuestra propia existencia.

Por eso, en ninguno de los lugares que visité, pude encontrar el alma que había pensado o imaginado durante mis lecturas, tan solo simulacros de todo eso que supuestamente allí se vivió. Ahora bien, es precisamente con todo ello que abandoné la ciudad, en espera de un regreso que repetirá el fracaso de cualquier viaje una vez más, para así volver a empezar con un nuevo entusiasmo.

Hace tiempo que tengo la convicción de que la ficción y la imaginación nos acercan más a la satisfacción íntima, que cualquier posible realidad perceptiva. Así que cualquier viaje, como la fotografía que realizamos en infinidad de ocasiones, nunca podrá acercarnos a lo verdadera- mente soñado o imaginado