TRIBUNA
Gracias a los maestros de escuela
Valiente como un perro que ladra a un ovni iba yo el primer día a la escuela de mi pueblo de la mano de mi madre y con la suficiencia infantil que daba saber que ya sabía leer y escribir combinada con la ignorancia de desconocer que no sabía vivir…
Y allí me topé con la contrahuella de mi madre (me fascina la palabra contrahuella aunque no creo que signifique lo que dicen los diccionarios que significa): la contrahuella de mamá era doña Carmen, maestra rural vocacional con voz doméstica y gafas de las que lloran solas, la cual muy poco a poco, fingiendo que nos enseñaba conocimientos, en realidad nos fue fomentando la creatividad y nos enseñó así a vivir.
Cada palabra lo dice todo, y de hecho la palabra maestra y la palabra madre contienen la misma raíz etimológica. Pero he de decir que ni todo el Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure impartido y reelaborado por Marina Maquieira y Salvador Gutiérrez Ordóñez en la ULE lograron enseñarme eso mejor que la mirada dedicada, empática y metacomprensiva de doña Carmen: Luisito, sal de la mesa de los de primero y vente a estudiar con los de tercer curso aunque se harten de darte collejas y de llamarte mocoso…
No he dejado de pensar ni un solo día en doña Carmen —bata blanca, gran empeño, voz sufrida de heroína wagneriana y mucha imaginación— mientras llevo de la mano a mi hija Lorca a su clase del CRA de Trobajo del Cerecedo.
Pero doña Carmen, como el Colegio Rural Agrupado de Trobajo del Cerecedo (tan presupuestariamente olvidado, por cierto, por el Ayto de León —el cual dice que las inversiones las tiene que hacer la Junta— y por la Junta de Castilla y León —que concluye que las reparaciones competen al Ayto—), es hoy en estas líneas una proyección. Y una metáfora. Y una oda. Y una reivindicación. Y un reconocimiento, con helénica corona de laurel y todo, al papel efectivamente revolucionario de los maestros de escuela rural…
Cada vez estoy más convencido de que cuando los superinteligentes urbanitas dotados de todos los medios pongan el mundo al borde de la destrucción, tendrán que pedir a gente como la de este pueblo de Trobajo del Cerecedo (a los que están acostumbrados a vivir en la escasez y la improvisación constante, y por eso son expertos naturales en ingenio, resistencia y resolución intuitiva de problemas) que les saquen las castañas del fuego. Y en buena medida la creatividad y el ingenio rural proceden de la siembra de los maestros y maestras de escuela que han sabido y saben abrir mentes, y saben asimismo que no deben formar militantes, sino que deben formar futuros ciudadanos críticos y lúcidos.
Para que una sociedad como ésta nuestra castigada por el descuido institucional y de inversiones no se diluya por completo, los maestros de escuela son fundamentales. Pero se ha denigrado mucho la profesión de maestro en este país, y quedan cada vez menos maestros vocacionales. Por eso hay que poner en claro en estas líneas y en todas partes que la profesión de maestro es clave.
¡Que no hay mejor patrimonio que pueda tener uno en la vida que un buen docente que sepa instruir a sus alumnos en el valor de la inteligencia, la dignidad y la belleza; que les dé capacidad de debate y de análisis; que los oriente hacia lo que él mismo no sabe, pero que intuye que está ahí; que los vaya llevando hacia territorios intelectualmente intensos!
Por eso a mi juicio la de maestro debiera ser la profesión más cuidada, más mimada, mejor pagada, más selecta y también más estrictamente filtrada de todas, porque es el gran elemento con el que contamos para que en el futuro no seamos basura como sociedad. Sin esos grandes maestros, y sin las grandes admiraciones que esos maestros manejan, no hay futuro posible.
Como muestran los libros de Isabel Cantón son hoy los maestros los que, lo sepan o no, portan la antorcha del patriotismo cultural del que hablaban así, con voz equidistante pero análoga, los regeneracionistas de la Institución Libre de Enseñanza, y San Marcelino Champagnat o San Juan Bosco: el patriotismo cultural entendido como creer que la cultura, y las artes, y la ciencia, y el pensamiento, hacen mejor a la patria en su conjunto. Y creer que el país será mejor si cuenta con un pueblo educado, letrado y culto sobre todo en sus capas más bajas. Y creer que los que van abriendo camino para todo eso en un país son fundamentalmente los maestros de escuela. Sí, eso. Creer en los maestros que saben que sin educación y sin cultura no hay esperanza para un país (sin cultura de verdad, no mera apariencia o diseño: sin la cultura que incluya conocimiento, profundidad, juicio crítico y una biblioteca como hábitat y como proyecto de vida). Y creer que son los maestros los salvadores de la patria, porque la educación y la cultura son el mejor antídoto contra nuestra historia de larga tradición de infamias y vileza, de delación, de inquisiciones y purgas, de revanchismos, de reyes imbéciles, y prelados fanáticos, y ministros incapaces que fomentaban la vileza y la violencia en vez de la educación.
Hoy, que regresan con toda su furia a nosotros la guerra, la barbarie y los populismos de todo signo, los maestros de escuela son lo mejor que tenemos para volver a fomentar la memoria histórica de lo bueno, y la desmemoria para con los agravios históricos (que no el olvido), por el bien de la convivencia y el futuro. Por eso cómo no rebosar gratitud y admiración para con los maestros y maestras con verdadera vocación pedagógica que creen de verdad en la cultura: en la cultura como solución, o como consuelo incluso cuando no hay solución...
Valiente como un perro que ladra a un ovni hoy miro de frente a la barbarie, y le grito: podréis acabar con todos y con todo, pero aquí están nuestros hijos proyectados como saetas de luz en la noche por sus maestros de escuela… En fin.