TRIBUNA
Agosto en otoño
Con el buen sabor de boca de la victoria en el Palacio, en el reencuentro de dos ciudades del olvidado oeste como Cáceres y León volviendo a hermanar sus colores alrededor de la pelota naranja, apenas nos percatamos que eran las nueve de la noche del 20 de octubre y tomábamos unas cañas, en sudadera y sin abrigo, en una terraza. Y que nadie notaba frío. Y no solo nosotros por la euforia del reencuentro y la victoria. Tampoco los numerosos vecinos de mesa, ni los guajes que correteaban entre ellas alargando la sensación de asueto que creíamos reservada al verano.
Quizá por eso a la mañana siguiente me sorprendió cuando a las once de la mañana, me comentaron aquello de «donde vas sin abrigo». Uno, que siempre pecó más de friolero que de caluroso, se pregunta si es cosa propia.
Y como enseñamos en las clases cuando toca hablar de salud, hay que diferenciar el signo y el síntoma. Así que, obviando mis sensaciones, decidí acudir al frío (o caluroso) dato de la temperatura. Y he aquí el resultado de todos mis temores.
No solo venimos del verano más caluroso de la historia desde que tenemos datos, ni de un septiembre bronce en el caluroso podio histórico. Hablamos de unas mínimas que, de media, no han bajado de los 6 grados en León, y de una máxima que nunca ha descendido de los 14 grados desde que los pendones cruzaron la ciudad. Señales de alarma que hacen pensar que la bufanda que asoma en algunos cuellos tiene más que ver con la nostalgia de las épocas de aquellas estaciones que sabíamos diferenciar mirando las hojas de los árboles que de esta condición de clima tropical que se está instalando en la Península desde que el chorro polar ha empezado a encoger su trayectoria debido al calentamiento global.
Y como decía aquel montañés en la feria mientras le compraba la cecina de chivo «comedla pronto, porque no hiela, y sin frío no hay cojones a que cure», o dicho de otra forma, sin cura la enfermedad continúa.
Y como los síntomas señalan en muchas ocasiones, y los signos confirman, estamos ante una enfermedad que muchos prefieren obviar hasta que sea tarde. Y ya hace un tiempo que empezamos a ir tarde. Y peor aún, es que apenas nadie parece tener prisa.
Llámenme pájaro de mal agüero si quieren (pues siempre tuve aprecio a grajas, grajillas y pegas) pero si no hacemos por poner remedio, esto se apaga. Y no, no se acabará el mundo, que ha vivido cambios más drásticos a lo largo de miles de años. Pero si nos acabamos nosotros, de poco nos servirá que esta roca flotante siga girando para contarlo.