TRIBUNA
Flor de coplas
La genciana es planta de alta montaña y como tal aparece en la Sierra de la Cabrera Baja, todo a lo largo de esa línea uniformemente elevada en torno a los 2000 metros, que separa la Cabrera Baja leonesa de las dos comarcas limítrofes, la Requejada y Sanabria en la provincia de Zamora. Surge asimismo en las sierras de Castrillo de Cabrera y Odollo, prolongación del Morredero, que dan vistas a las tierras bercianas. Asoma pues por encima de los 1000 metros de altitud, ocupando breves espacios, donde la gran montaña dibuja sus cuencos o vaguadas. Su tallo poderoso, que puede alcanzar los dos metros de altura y se acuna en grandes hojas verde oscuro, desarrolla a continuación tres o cuatro nudos sucesivos, brotados de flores amarillas. Me place recordar aquí que esa flor, emblema de lejanías dichosas, está en el escudo del municipio de Castrillo de Cabrera.
Brotan y destellan las flores en la plenitud del verano, bien conocidas por los pastores asiduos y los caminantes esporádicos que atravesaban la montaña hacia Sanabria o el Bierzo. Por encima de su belleza, la planta era sobre todo apreciada por las virtudes de su raíz, tradicionalmente buscada como tónico gástrico. No solía faltar en las cocinas cabreiresas un cacito con agua cocida con un trocito de esa raíz. Hacia los años 50-60 del pasado siglo la búsqueda de que fue objeto con ardor sin tregua la puso al borde de la extinción. Apenas comenzaba el deshielo, los paisanos cavaban hasta descubrir la raíz de color ocre que se ramificaba entre las piedras bajo una capa breve de tierra a aquella altura. Había hombres que pasaban temporadas en la sierra, instalados en chocitas precarias y no era infrecuente que se vieran obligados a abandonarlas a causa de nuevas nevadas tardías. Bajaban a los pueblos las cargas en un burro, y allí las vendían a un comerciante, que a su vez revendía a alguna empresa de farmacopea.
En esos mismos espacios de inmensas laderas y valles profundos presididos en la altura por la mágica flor brotaban otras flores metafóricas no menos mágicas, líricas en este caso y musicales. Los pastores recorrían durante todo el verano con sus rebaños esas laderas y collados en busca de los pastos brotados tras el paso de la nieve y el deshielo. Pasado el mediodía, los rebaños sesteaban y era entonces el tiempo en que los pastores se juntaban a departir y compartir. Y era también el tiempo de las canciones.
Entre todas ellas destaca una copla transida de un misterioso encanto, La pastora muerta de amor, en dieciséis octosílabos, que empieza así: «Ya viene la bella aurora,/ ya viene el alba del día./ Vi venir una pastora/ por aquella serranía». Todo en ella respira un aire mágico, comenzando por esa misteriosa pastora, cansada de hollar la nieve, que se detiene a descansar «debajo de los laureles», leyendo unos papeles con la historia de su vida. Y la pastora se queda dormida, pero no es la suya una siestecita, sino el sueño de una dulce muerte, venida «por haber amado tanto».
Es por supuesto anónima, como buena copla popular. El embrujo que digo se potencia si ahora la imagináramos cantada precisamente por una pastora, sentada en una vaguada breve al pie de una genciana floreciendo: su voz en libertad por la extensión sin fin de la luz del verano y el aire del cielo azul. Imaginando, pues: como el pájaro aquel del verso de Gamoneda, así también a ella «el canto la sostiene y pacifica».
Fuera del ámbito lírico y el tono melodramático, había otras coplas más breves de intención burlesca, especie de golpes más o menos bajos entre pastores de pueblos distintos y rivales. Se distinguen naturalmente por la sal gorda y la pimienta satírica, propias de las pullas de trazo grueso destinadas a herir. Entre las de trazo más suave, pongamos esta: «Para qué quieres el pelo,/ si no lo sabes peinar;/ para qué quieres amores,/ si no los sabes cuidar». O esta otra: «Pastor que estás en el monte/ durmiendo en una retama,/ si te casaras conmigo,/ dormirías en buena cama».
Mientras que estas eran conocidas por cualquier pastor de cualquier pueblo, había otras de ámbito más local, breves e incisivas, pequeños picotazos con nombre propio, así por ejemplo las que se dedicaban mutuamente los pastores de Castrillo y Marrubio para caracterizar a sus rivales a base de rimas contundentes. Decían aquellos: «Los de Marrubio/ tienen el culo rubio» (y hay que entenderlo rojo, del «rubeus» latino). Y los otros respondían: «Los de Castriello/ tienen el papo mariello» (amarillo). En este caso debe tenerse en cuenta que la ofensa está en el sustantivo, todo un insulto, sinónimo de retraso, a causa del abultamiento desmesurado del «papo», producido por el bocio, enfermedad típica de regiones aisladas. Recordemos aquí que allá por los años 80 del pasado siglo algunos sanitarios destinados en Cabrera promovieron la utilización de sal marina o yodada en la salazón de la carne del cerdo, y así fue como una medida tan sencilla resultó de gran eficacia en la lucha contra el bocio, una enfermedad crónica secular, que así quedó definitivamente atrás.