Un mundo infantil
Camino por la calle Preciados de Madrid recordando mis años estudiantiles. En un momento del recorrido, dos enormes hileras de personas, que casi se juntan, me cierran el paso. Una de ellas, repleta de quinceañeras con todo tipo de vestimentas, muestra el alboroto festivo de una concentración francamente emotiva; la otra, de humanidad más diversa y tranquila, está esperando rigurosamente su turno en silencio, completamente formal.
Interrogado por ambas sendas humanas, pregunto a las jóvenes el motivo de su presencia. Una de ellas, sentada en el suelo y muy risueña, me muestra el libro de una autora que desconozco, y me confirma que está esperando desde hace horas la firma de la novelista. Nuevamente pregunto, por curiosidad, acerca de la temática o el contenido del ejemplar que me está mostrando, y me cuenta entre risas un argumento sobre chicas buenas que se enamoran de muchachos «malotes». Le sonrió y abandono el lugar, pensando que en el fondo, como en la época de Casanova, D. Juan Tenorio, Caravaggio o Alcibíades, el mundo emocional sigue igual. Pero, ¿qué buscan todas estas muchachas con la lectura de relaciones en las que el cuerpo o su mente se confrontan con lo siniestro o la fuerza del mal? ¿Salvar a la persona dañina del personaje que protagoniza todos esos actos de dolor y de angustia, que ceban los noticiarios?
No hay nada como un «amor loco», en palabras de André Breton, para extraer lo irracional que subyace en el fondo de todo pensamiento, sentimiento, emoción o sensación, que es precisamente lo más dañino y desconocido que cada uno tiene.
La otra hilera, de espera paciente, no ofrecía ninguna duda ni tampoco nada que preguntar, porque estaban convocados por el conocido sorteo de Navidad, que todos los años promete nuevos y flamantes millonarios.
Ahora bien, lo que la mayor parte de individuos desconoce, en su afán de disfrutar del preciado dinero conseguido por azar, es que los billetes los quema el mismísimo diablo. Es cierto… El amor y el dinero han movido el mundo desde tiempos inmemoriales, y lo seguirá haciendo girar hasta que la especie humana concluya su existencia, porque ambos están ligados por un destino común que arranca en la infancia.
No obstante, ¿qué decir del empuje del sexo a la luz de los acontecimientos difundidos mediante los diferentes canales de comunicación, que saturan la conciencia y alimentan la irracionalidad de cada cual?
Hasta no hace mucho tiempo los valores se regían por el trabajo, el deber, las obligaciones, el esfuerzo y el sentido de la responsabilidad, siendo el sexo un elemento de rubor, que había que mantener bien oculto, o cuando menos, lo más silenciado posible. Sin embargo, como pueden comprobar ahora el pudor y el mutismo de antaño han desaparecido de la escena pública para convertir los secretos de alcoba, en la fuente más esperada por todas estas almas sedientas de morbo. Si esto es así, ¿qué es lo que ha cambiado? Cuando España comenzó su andadura por Europa, allá por los años setenta, el sexo entró a borbotones entre las rendijas de las miradas y audiciones colectivas, aunque de un modo francamente patético, hay que reconocerlo, bajo el nombre del «destape» español. Parecía como si hubieran descubierto lo que el pueblo ciertamente ya conocía, por más que no se hablara en ningún medio. La prostitución, la homosexualidad, la violencia familiar, las variadas y polimórficas prácticas sexuales, el abuso de sustancias; las queridas y cortesanas, o las madres solteras e hijos bastardos, formaban parte de la idiosincrasia de una sociedad, que aunque no quería mirar ni hablar de estos asuntos por ser pecaminosos o «políticamente no correctos», en términos actuales, esto no implicaba que no se conocieran. No en vano la temática sobre el sexo y sus paradojas y enredos, forman parte de la literatura y chismorreo desde la Antigüedad.
Precisamente, uno de los promotores de este destape verbal y de imágenes, sería durante la transición, el Sr. Almodóvar –mucho antes de querer o ser seducido por el mercado americano-, quien supo caldear con sus películas el ambiente de un modo impensable en la actual época del «Me too» y la polarización política extrema. Con él tuvieron refugio en el discurso nacional diferentes términos como chaperos, putas, pederastia, violencia conyugal, maricas con pluma, toxicómanos, bolleras sádicas o mujer masoquista, de un modo difícilmente admitido o subvencionable, en el día de hoy, dado el nuevo código sexual convertido en lengua oficial. Y si esto pudo ser así, durante esa época de cambio, fue porque había que rasgar el puritanismo de antaño con un lenguaje, lleno de disonancias e imágenes escabrosas sexuales, que escandalizara la conciencia supuestamente adormecida del pueblo español. Era el nuevo modo de adoctrinamiento en la era de la hipermodernidad, con el fin de que los españoles pudieran «gozar» definitivamente, dejando atrás el antiguo método de enseñanza, basado en la represión sexual y la moral virtuosa cristiana. Como comprenderán a la luz de los sucesos recientemente conocidos, esta engañifa en clave hipermoderna sostiene la misma pantomima o maquinación ideológica torticera de siempre.
¡Como si la sexualidad pudiera ser domesticada o manejada con sermones y directrices, según el amo de turno y sus juegos hechiceros en relación con las ansias de poder! De ahí que las noticias difundidas en los últimos tiempos, desde los asuntos de alcoba de los reyes o magnates, hasta los supuestos abusos de delfines de la política de izquierdas, todo indica que la sexualidad goza de buena salud, cuando no, de imposible adecuación política. Y es que ni la docta conciencia, ni la educación, ni la intencionalidad o los buenos principios, ni mucho menos la ideología de turno, serán capaces de domeñar el caprichoso impulso sexual, que asedia a la humanidad desde sus albores. Lo cual no quiere decir ni mucho menos, que el individuo deba dejarse llevar por sus apetencias sexuales a cualquier precio, siguiendo febrilmente el catálogo del Marqués de Sade y de otros libertinos.
Luego el asunto de las relaciones sexuales humanas requiere de una atención y un juicio esmerado por la complejidad que siempre encubre; algo que desgraciadamente no sucede en esta sociedad convertida en escaparate morboso de vidas ajenas, como ignorante de las propias. Y es que ya sabemos que: «Siempre se ve mejor la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio». De ahí la necesidad de canalizar la problemática sexual hacia un horizonte alejado de los parámetros actuales. ¿Cómo? En primer lugar, abordando las situaciones de forma más reflexiva, cauta y sosegada; también, tratando de descontaminar los asuntos sexuales de los prejuicios ideológicos, que tienden a facilitar un juicio colectivo rápido bajo la batuta del escarnio, cuando no, del linchamiento moral. Y dejar, por supuesto, que sea finalmente la justicia la que dictamine, más allá de las informaciones sesgadas, los «dimes y diretes», o los intereses variopintos, la veracidad de lo sucedido.
Porque, ¿cómo entender sino todo «eso» que se juega en la espesura de cualquier relación humana, fuente de dolor de una verdad que asedia a los protagonistas?
Este marco de comprensión, desde luego, no es fácil de instaurar porque presupone una madurez y un amor al saber, tanto colectivo como personal, que no están en este momento a la altura de una sociedad orientada por el puro goce. Y es aquí, en este punto, donde los adultos convertidos en niños aburridos y curiosos de las relaciones ajenas, se dejan llevar por la inercia social, recibiendo o enviando alocadamente informaciones o noticias sin contrastar mediante sus jueguecitos tecnológicos, creyendo además, a pie de puntilla, todo lo que los noticiarios o mensajeros escupen interesadamente sin ningún reparo ni pudor. Lo humanamente crucial es que así, se pierde definitivamente cualquier cauce de sensatez, cordura y racionalidad. Dicho de otro modo: nos alejamos del sentido común, bien entendido, para abrazar el vértigo de una pura emocionalidad infantil, dañina.
Entonces, ¿en qué nos hemos dejado convertir? En individuos que curiosean la comedia humana del prójimo, haciendo del goce ajeno la turbina que alimenta su propio goce, a la vez que se desconoce en ese juego todo aquello que insufla el pathos individual. Y así, mientras la gente parlotea los temas sexuales o las corruptelas, o los cotilleos, al son de los medios y los intereses políticos, sus auténticos problemas, los de siempre (la cesta de la compra; la sanidad; la educación; la vivienda; el mundo laboral; la inseguridad vital…), apenas se tocan. Tal vez porque, como dice un compañero del alma: «El mundo no tiene arreglo; la sexualidad tampoco». Y seguimos.