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Negacionismo y catastrofismo

José Luis Prieto Arroyo. Escritor

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Casi todos los ismos tienen un mismo padre, el fanatismo, y una misma madre, la ignorancia. Creacionistas, terraplanistas, conspiraconistas, antivacunas, negadores del cambio climático, … son excelentes marcadores del fracaso educacional de un país y, si bien cada uno de ellos no representa el mismo grado de peligrosidad, estos diferentes tipos de negacionismo comparten una forma primitiva de inteligencia que está en la base del pensamiento mítico, la cual conviene controlar.

Las civilizaciones con voluntad de supervivencia no deberían frivolizar con algunos de ellos; por ejemplo, no cabe tomarse a la ligera ni a antivacunas ni a negadores del cambio climático. Tampoco es prudente reírles la gracia a creacionistas, terraplanistas y conspiracionistas, por lo que supone de seguir dando alas a ciertas formas actualizadas de pensamiento mítico, extendidas, sobre todo, en algunos países y culturas proclives al fanatismo que no es necesario señalar. En cambio, no solo debemos señalar, sino también controlar las conductas de antivacunas y negadores del cambio climático. Vaya por delante que sitúo en lo más alto de la escala de valores la libertad de expresión, incluidas las aberraciones intelectuales, las opiniones de propósito encubierto o disimulada intencionalidad y aun a propagandistas no institucionalizados de la mentira (siempre que no acaben atentando contra la integridad física de las personas), pues considero que es responsabilidad de los sistemas educativos formar a personas libres e inteligentes con capacidad para neutralizar semejantes afrentas sin necesidad de apelar a la mordaza, dado que sería la mejor forma de fomentar su expansión.

Sin embargo, cuando alguien niega una vacuna vital para la salud de su hijo, no solo atenta contra su vida, sino también contra la de los hijos de los demás. Y esto no se puede consentir, no se le puede mirar con sorna o desprecio sin más. Es preciso legislar, porque estamos ante la necesidad de proteger un bien común vital, frente al que no cabe un derecho protector de la libertad individual. A estas alturas del drama, la negación del cambio climático es una escena que cuanto antes debe salir del guion. Pero son muchos los tipos de negacionismo, por lo que es preciso que aquí nos centremos en uno de los más peligrosos, del que es ejemplo paradigmático Donald Trump. Considero que este empresario que ha convertido la política estatal en su negocio privado de mayor rentabilidad es lo bastante inteligente como para presuponer, por ejemplo, que el negacionismo que practica no es ideológico (conoce bien la relación causal entre la no descarbonización y el desmadre creciente de las catástrofes debidas al cambio climático), y estoy convencido de que su negacionismo de sospecha y desinformación, como el de otros grandes empresarios y/o CEOs de las más poderosas compañías multinacionales, obedece estrictamente a razones contables: cuánto me cuesta someterme a las exigencias de la descarbonización-cuánto tengo que pagar por las catástrofes ambientales que he provocado: hago balance y me salen las cuentas. Y les salen las cuentas porque en su balance no tienen asiento las trágicas consecuencias que por su culpa soportan los ciudadanos que se ven afectados; a veces, tan dolorosas como las que están sufriendo las víctimas de la dana más reciente. Esta destrucción física y moral de dimensiones catastróficas no cabe en las cuentas de Donal Trump ni en las de quienes comulgan con su ideología mercantil prepotente y depredadora, despreciadora de todo rasgo humanitario y existencialmente obscena hasta la temeridad. Hemos de reconocer que esos personajes no forman parte de masonerías ocultas, de sectas secretas dedicadas a la conspiración universal, sino que son perfectamente identificables. Se sienten tan seguros de lo que hacen que se pavonean ebrios de impunidad, amparados por un notable respaldo social, escudados tras el apoyo que electoralmente les otorga el populismo, ese hijo predilecto del fanatismo y la ignorancia.

Hoy, incluso los más ignorantes pueden darse cuenta de que ciertas cosas van a peor: las catástrofes son cada vez más frecuentes y el destrozo en vidas y pertenencias cada día mayor. La tentación de sucumbir a la impotencia generada por los comportamientos irresponsables de nuestros dirigentes es tan comprensible como justa la ira que provocan. La sensación de que esto no hay quien lo pare se extiende entre la ciudadanía, que ha asumido que alterar el decurso de los acontecimientos se escapa a su control, junto con la convicción de que la democracia no basta para ejercer el apropiado contracontrol, sensación que acaba por colarse en nuestras cabezas como mecanismo compensador de la frustración.

Pero que el catastrofismo se haya instalado en la mente de muchos científicos y en la de algunos tecnólogos no por justificado deja de ser alarmante. Impotentes ante el desprecio de la clase política a sus fundamentadas advertencias y abrumados por la confirmación de sus previsiones, saben que estamos a la vuelta de dos consultas (cumbres) mundiales sobre el Clima para que las actuales civilizaciones entren en cuidados paliativos al estado terminal.

Ciencia y Tecnología llevan milenios determinando el decurso de la humanidad. Por eso, que hoy el catastrofismo se acomode en los taburetes de los laboratorios mientras en los escaños de los parlamentos se dedican al «y tú más» es motivo de honda preocupación. Pero esa inquietud es todavía más profunda cuando ronda por las pantallas de los tecnólogos de la información, precisamente ahora que la Inteligencia Artificial y el procesamiento cuántico han abierto un camino verdaderamente esperanzador, aunque preocupante por el papel que las máquinas pensantes decidan jugar en un futuro que ya es suyo. Pero si este fuera el único problema de dimensión planetaria que afecta a los humanos, el único frente en el que hubiera que luchar, podríamos decir que el catastrofismo de escritores y analistas no está del todo justificado. Convertida la mentira en estandarte que enarbolan los alféreces mayores de los partidos políticos y la falsedad en divisa de muchos medios de comunicación puesta al servicio de quienes los sostienen, se agravan enormemente las situaciones antes apuntadas, puesto que afectan, en el nivel de la supervivencia, a un concepto que, siendo determinante, no se le ha prestado la debida atención: la seguridad, que solo en una parte ínfima tiene que ver con el Ministerio del Interior.

La impotencia ciudadana no encuentra canalización, de ahí que su profunda frustración esté todavía más justificada que la de los grupos señalados, pues el refugio de confianza al que podría acogerse hace ya algún tiempo que ha probado ser un fraude, si es que no nació como tal. Y es que la democracia se fundamenta en principios cuestionables, como el de la igualdad, que no se da en ninguna vida sintiente ni pensante, y a la que solo la Filosofía, la Ideología y el Derecho conceden alguna oportunidad (declarativa, no de ejercicio), siendo que ni la Historia ni la Cultura ni la Psicología que se practica fuera de los platós de TV y del mercado literario tampoco lo hacen. Nunca, jamás, ha habido un proceso de convivencia democrática de cierto alcance que no descansara sobre cimientos de explotación y pilares de desigualdad; de sometimiento de unas clases sociales a la dominante, de unos pueblos a otros. Y nunca como hoy esto es verdad, por más que la sociedad del bienestar nos ofrezca la ilusión de que somos libres y fraternalmente iguales. Genocidios y hambrunas nos dicen que los malos son los otros, pero también que los buenos no siempre están entre los nuestros.

Si por una perversa, aunque probable conjunción de catástrofes ambientales, bélicas, biológicas y alimentarias desaparecieran seis de los siete mil millones de humanos, al trumpismo le seguirían saliendo las cuentas. El planeta continuará aquí y con las máquinas inteligentes gobernando bajo las directrices de un estado policial, convertidos los supervivientes en mano de obra obediente y barata, la vida seguirá siendo bella para las clases dirigentes de toda la vida. La alternativa es retorcerle el brazo a la democracia actual, hasta forzarla a que extradite al dinero y a la mentira institucionalizada allende el mercado electoral, obligando a la desigualdad y a cualquier otra forma de dominio sobre los demás a renunciar a la explotación de las mayorías para prosperar. Pero esto no sucederá sin antes haber sepultado al fanatismo y erradicado la ignorancia.