Los forasteros
He leído la Tribuna, La agro-berrea de D. Matías González que, como de costumbre, es muy ameno y con «sustancia». A mí, nacido y criado en un pueblo pequeño, me ha inundado de emociones ligadas a los recuerdos de entonces. La metáfora de la berrea se empodera y acalla todo lo demás, desde el trino de los pájaros al arrullo de las palomas. Y, por supuesto, las risas y gritos a tiempo y a destiempo de los niños. Solo el crotorar de las cigüeñas persiste como símbolo de lo permanente, ajeno al paso del tiempo que, «tan callando», va llevando a la muerte a los pequeños pueblos y aldeas. «Ahora las aldeas se desvanecen sin remedio, como ascuas de leña bajo la niebla», frase de gran belleza poética.
A mí, leyendo el artículo me han brotado muchas emociones; no solo emociones ligadas al quiquiriquí de los gallos, al rebuzno de los burros, a los ladridos de los perros, al balido de los corderillos tiernos, e incluso al gruñir de los cerdos, por poner otros ejemplos de sonidos que nos eran tan familiares, tanto como el zumbido de las moscas, dueñas y señoras, sobre todo en las cuadras. Y también me han brotado emociones relacionadas con el olor. ¿Recuerdan aquella canción «España huele a pueblo»? No digo que el pueblo de hoy día sea inodoro, incoloro e insípido como el agua de la fuente; ay, aquella fuente de manantial sereno y fresco que se ha secado o, en todo caso, su agua se ha desechado, como la del resto de los pozos porque no es pura. Antaño sí era pura y potable o, bueno, no sabíamos que no lo era. Había olores, que esponjaban el alma, que emanaban de la tahona o del horno de leña. Me inunda el olor del queso recién hecho, como el del mosto en el lagar, el de la leche recién ordeñada o el del humo de aquellas cocinas de paja que salía por las chimeneas (nosotros las llamábamos humeros) en una danza mecida y dirigida por el viento y que se nos antojaba un baile de evocación oriental. Han desaparecido tantos olores, incluso los que nos molestaban, pero que entonces compartíamos o sufríamos con entereza y naturalidad (llámese resiliencia o aguante obligado, según les plazca). Es cierto que me torno nostálgico hacia «el paraíso de la infancia», y a veces me sorprendo a mí mismo contemplando, tratando de descubrir las huellas de mis botas sepultadas bajo el cemento o el asfalto de las calles, que antes eran de tierra y de barro. Lo mismo que me enternece el humilde adobe, pieza angular de nuestras casas. Es lo que tiene la vejez cerrando el círculo de la vida.Ahora quiero, al margen de lo ya comentado, centrarme en el otro tema que yo entresaco del artículo de D. Matías y que encabeza el mío: Los forasteros. Él los denomina «los exiliados del arado, urbanícolas o neorrurales que lanzan berridos matutinos con su desbrozadora (epítome y metáfora) ultrajando la quietud de la aldea y el derecho al bendito silencio…» ¡Ay, ese silencio que llena de sinfonías el alma! Yo creo que merece la pena detenernos en ese personaje, el forastero, que no solo es el nieto de los abuelos nacidos en el pueblo, mitad nostálgico de un ayer que nunca vivió, mitad en búsqueda de una ilusión por vivir. El forastero actual, sobre todo en los pueblos pequeños, es un personaje que ha evolucionado de tal forma que el propio concepto (extranjero, foráneo, extraño, ajeno, etc.) ha dejado de tener vigencia en su esencia, y sobre todo en su potencia. Se ha convertido, por arte y magia de la evolución de la sociedad, en deseoso descubridor y conquistador de nuevas tierras, portador de sus valores y carencias que trata de imponer en su nuevo hábitat. Normal, es la dinámica habitual de quien busca satisfacer lo que le falta y ansía. Eso, que parece simple y natural, crea no pocas veces desencuentros e incluso colusiones con los nativos del lugar, acostumbrados éstos a llevar la voz cantante por creer tener mando en plaza. Ahora, el pueblo se va convirtiendo paulatinamente, va pasando de ente independiente y soberano a territorio conquistado. Ya no queda simiente, no nacen niños en el pueblo que puedan mamar y transmitir el acervo cultural adquirido y sedimentado durante siglos. Los niños y adolescentes que campan ahora por sus respetos y a sus anchas en el pueblo son «harina de otro costal». Si solo fuera la berrea…Cuando pienso en los forasteros de mi infancia, me viene a la memoria el capitalino, hijo, nieto, pariente o amigo de alguien con raíces en el pueblo. Mi recuerdo está fijado fundamentalmente en los niños o adolescentes que venían de la capital al pueblo para pasar el verano o las fiestas. En general eran recibidos con empatía, amabilidad y cierta curiosidad. Tan seguros estábamos de que venían a aprender de nosotros que ni nos planteábamos lo que ellos nos podían enseñar a su vez a nosotros. Las costumbres, el sol, los juegos, las picardías, el conocimiento de las plantas, los animales, el campo con sus afanes, aves y nidos, el mensaje de los tañidos de las campanas, la frescura y refugio de las bodegas, la contemplación del cielo estrellado, etc. nos colocaban en una superioridad indiscutible sobre ellos. Comprobábamos enseguida que teníamos razón en nuestra creencia al constatar cómo quedaban enganchados, abriendo mucho los ojos y tratando de imitarnos (al principio con cierta torpeza, pero luego aprendían rápido) en nuestros conocimientos y habilidades pueblerinas (las buenas y las malas). Ahora, el forastero ha dejado de serlo por cuanto ya no es ajeno o extraño. Se ha enraizado o tratado de hacerlo, adquiriendo alguna propiedad en el pueblo, e incluso empadronándose en él. No importa que no tenga raíces allí; se ha plantado o trasplantado en busca de nutrientes para su alma. Lo que ocurre es que, en general, es un personaje híbrido que no es del pueblo, pero tampoco de fuera; es medio sedentario, medio nómada. Se nutre más de la capital que del pueblo tratando de compaginar ambas mentalidades, pero no siempre lo consigue. Ser de pueblo imprime carácter. Lo mismo que ser de ciudad y no siempre el proceso es intercambiable y exitoso. Va y viene, marcha y vuelve los fines de semana, las vacaciones de verano y las fiestas de guardar. Incluso los ya jubilados prefieren la capital al pueblo durante el invierno (tan largo), donde el frio, el silencio y la soledad son incompatibles, con el calor, el bullicio y los ruidos. Es sobre esto último, los ruidos, donde pone el hincapié D. Matías, porque se trata de sonidos diferentes a los de su infancia. No es nada nuevo, pues los ruidos de antes eran mayoritariamente de procedencia humana o animal, amén del viento, los cencerros, los carros y las campanas de la iglesia. La lluvia, el granizo y los truenos pertenecían a otro registro distinto y circunstancial. El motor, y sobre todo el tractor con sus ruidos especiales trastocaron el equilibrio sonoro del pueblo y ya el silencio dominante perdió su poder. Comprendo la protesta ante «los berridos de la desbrozadora, los motoracos de regar, las motorracas de rally y la interminable familia del ciber laboreo agrícola etc.» que se han olvidado del silencio, de ese silencio, de ese «bendito» silencio de un tiempo pasado y que nunca volverá, salvo cuando llegue el silencio de los muertos. «O tempora, o mores» (qué tiempos, qué costumbres).