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No hay excusa para no refugiarse en la lectura dado el estado de la televisión actual. De la actual y la de hace bastantes años, realmente. Es cierto que uno no dedica mucho tiempo a ella, pero el aparato ahí sigue en su sitio. La pantalla negra me recuerda a otros tiempos en los que estaba oscura y apagada porque sencillamente no había «tele»; no había programación. Y cuando había estaba muy claro lo que era para nosotros como críos que éramos y lo que era para adultos, con sus rombos y demás.

Ahora, en mi casa, permanece apagada casi todas las horas. Y muchos días enteros. Si acaso, me gusta buscar alguna serie o película que me interese en algún momento, pero poco más.

El entretenimiento de masas, en general, ha ido virando y va orientado hacia la diversión enloquecida. Cuando hago un viaje por los canales con lo que tropiezo es con mucho «oooooohh…» o «uuuuuhhhh…», mucho minuto de oro, saltos desde helicóptero, mucho color chillón y tangas imposibles. Al final, se trata más de aturdir que de otra cosa.

Y se consigue. La programación en suma consiste en ir preparando un éxtasis final que asegure el enganche de la misma gente y alguno más al siguiente programa.

En línea con esto va el sentido del humor al que nos exponemos. Todo tiene que ser «descojonante». Hay que doblarse de la risa aunque sea todo artificial. A veces, una risa que no es más que sarcasmo hacia algo o alguien.

Personalmente, me desagrada esa risotada de trazo grueso. Creo en otro tipo de humor más activo, que active las meninges. En inglés se dice que hacen falta dos para bailar un tango.

Lo mismo con el sentido del humor. Imposible imaginar que se complete un acto de humor (hacer el humor) sin que sea recibido y ponderado por el otro/a aunque solo sea con una leve sonrisa, una mueca de aprobación o de comprensión.

En este páramo de lo sencillote en el que nos toca vivir el humor sufre. Tan evidente, tan lentorro para que todo el mundo «lo pille» que se convierte en un «ya me sé lo que va al final»; gira sobre muy pocas cosas, siempre lugares comunes y en demasiadas ocasiones referido a los barrios bajos humanos o haciendo torpes rimas con «ones» u «oño».

Hacer el humor es una especie de provocación que tiene que ver con esos instantes medidos en los que queda suspendida la palabra para que una inteligencia media sea capaz de acabar la chanza o incluso forzar al que escucha a que la complete.

En el humor, fino se entiende, está la mueca contenida del que cuenta el relato para evitar la palabra que no se quiere pronunciar. El verdadero humor juega con la ironía que bordea las zonas peligrosas sin pisotear en ellas y enfangarse. Pero para esto hace falta talento. Si te lo dan todo hecho ya no es humor; quizá una risilla tonta.

En nuestro prime time exitoso –y reciente- el humor se pretende, pero poco más. En línea con otros programas ya viene todo empaquetado y se va preparando al espectador para la pregunta: «¿a qué no se atreve?».

Y claro que se atreve y hace la pregunta de cuánto tiempo lleva sin practicar sexo y similares.

«Fuese y no hubo nada». Que así sea cuando pase el tiempo. Es nuestro mejor deseo.

Personalmente, me desagrada esa risotada de trazo grueso. Creo en otro tipo de humor más activo, que active las meninges