Diario de León

TRIBUNA

Tristes palacios, pobres casas

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Una de las paradojas del neoconservadurismo es que se niega a conservar. Ve a la naturaleza como objeto de expolio, y en la historia sólo descubre motivos de rentabilidad; en otro caso, la silencia. Fascinado y corrompido por el fetichismo que ejercen sobre él las mercancías apenas responde en nada al contenido de lo que practicaban sus antecesores del siglo XIX. En esto le ocurre algo parecido a lo que sucede con las fuerzas progresistas; preocupadas por lo radical de sus consignas acceden gustosas a identificarse con las tesis del adversario. El centro socio-político, se dice, ocupa todo el interés de los partidos políticos y sus ideologías. Viene esto al caso porque se da sin duda la notable paradoja de que los conservadores que nos gobiernan en el Ayuntamiento de León en realidad no tienen interés alguno en conservar nuestra historia, ni nuestra arquitectura. Hace dos legislaturas entraron a saco en la administración de nuestro patrimonio histórico y artístico. Llegaron a la conclusión de que había algo de nuestro pasado -casas de adobe, casas sin especial interés arquitectónico, acacias centenarias, pavimentos de mampuesto, fachadas de canto rodado- que no les gustaba y mucho menos les interesaba; decidieron borrarlo del mapa, a la vez que como todo acto de conservación, llevaron a cabo una peatonalización del algunas calles del barrio antiguo con una pavimentación aparentemente pulcra pero de pésima calidad, en el estilo, en los materiales y en la factura. Por el contrario,en la división cicatera e inmediata de las funciones de la ciudad creyeron encontrar en la vieja ciudad de más de dos milenios el lugar de esparcimiento para todo aquel que apesadumbrado por el transcurrir de los días y las horas de la semana, quiere asueto y expansión para sus impulsos. Es así como se emprende una política de confusión en lo que concierne a las funciones de la ciudad vieja. Confusión entre el interés de los ciudadanos que quieren vivir como vivieron sus antepasados sin interrupción desde hace dos milenios y el interés de los hosteleros en a toda costa expandir la única industria segura de tan vetusta ciudad. Junto a ello está la inmensa codicia de aquellos que vista la revalorización de las viviendas en esta zona quieren terminar con todo resto de ladrillo cocido que exceda el centenar de años. Así ni siquiera se respetan aquellos edificios que pudieran llevar el título de «palacios» -nuestro alcalde nos recordaba recientemente que en León cuando él era jovencito, no había palacios-. Al palacio del Conde Luna le llamaba frutería; por lo que se ve apenas le produjo impresión alguna aquella antología del disparate de Celtiberia Show en la que el vano de la arquería gótico-renacentista se veía tapada por una recia persiana de almacén, como tampoco la bellísima torre de los mismos condes que ocultaba no sé qué secretos de nuestra historia, entre mugre y abandono. Parece que sólo cuando llegó nuestro alcalde al Ayuntamiento, comenzó a haber palacios; pero lo cierto es que los palacios de D. Gutierre y el del Conde Luna, el uno cayó y el otro se cae de pena, de abandono. Parece que no resulta tampoco suficiente que haya una ley de Patrimonio, que marque que las tareas prioritarias sean las de conservar. Se trata de hacer una interpretación supuestamente rentable de la misma que haga compatible la destrucción del mismo con la idea de que allí había algo antiguo semejante; al fin y al cabo hasta nuestra catedral para algunos es un edificio no gótico, sino neo-gótico que produce considerable rentabilidad económica. Esta parece ser la política que de consuno han llevado a cabo la Comisión de Patrimonio, el Ayuntamiento de la ciudad y, en especial, a través de la indescriptible actuación de su concejal de Urbanismo y la testimonial actuación del concejal de Patrimonio del Ayuntamiento. Que la política llevada a cabo ha sido la correcta lo certifica ese Premio Europeo al Urbanismo que se ha concedido a la transformación de una de las ciudades más singulares de España en un escaparate de cartón piedra, donde se ha llevado por delante un trozo de muralla medieval, ocultado otro trozo de la misma sobre el que se construye una casa a todas luces innecesaria en el sitio donde está, se ha colocado en una plaza del siglo XVII que tiene más sabor popular que ninguna otra en España un artefacto tecnológico que crearía pavor en cualquier ciudad francesa donde se ocultan en el suelo los contenedores y, no digamos, italiana. Finalmente, en un alarde de mal gusto, de confusión de estilos se colocan esculturas de nulo valor artístico junto a edificios que han hecho la historia del arte de este nuestro país, y se van a colocar otras en edificios, como el Castillo -la antigua Cárcel- medievales, sólo porque a no sé quién se le ha ocurrido así adecentar uno de los barrios más importantes de la historia de la ciudad que es el de Santa Marina la Real. Después de esto sólo cabría preguntar: ¿quis prodest? Como vecino de esta ciudad y, si se me permite, como habitante de este que fue antiguo Reino, como adulto que descubrió cuando niño el arte de las arquerías de la Catedral de esta vieja ciudad, no puedo expresar sino aceradamente el sentimiento de indignación e impotencia delante de tanto dislate urbanístico, de tantos intereses ocultos, de tanta manipulación del pasado. E invocaría para el tratamiento que debe hacerse de este nuestro pasado la necesidad de que los conservadores sean consecuentes con el contenido de su nombre. Ahora bien, no se crea que lo expresado anteriormente es una crítica que sólo pretende criticar; aunque tal cosa estaría justificada en sí misma, soy de los que creo que las cosas podrían haberse hecho y pueden y deberían hacerse de otro modo. Sólo adelanto una indicación: las leyes nos dicen cómo debe conservarse el patrimonio. Lo que en el fondo hacen los políticos es no cumplirlas adecuadamente.

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