Diario de León
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León

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NINGÚN presidente de Gobierno, ni los vivos ni los muertos, hizo nunca una promesa semejante. Lula da Silva, líder del Partido de los Trabajadores y de los que no tienen trabajo, ha dicho en su toma de posesión que erradicará el hambre. Se ha comprometido a que cada uno de los 170 millones de brasileños desayune, almuerce y cene todos los días. La verdad es que un veinte por ciento lo viene haciendo, opíparamente desde siempre. Así que la oferta se reduce al ochenta por ciento restante, pero Lula tendrá que echar el resto. El menú del nuevo presidente de Brasil, cuando era niño, estaba compuesto, de modo preferencial, por las raíces que crecían en el seco territorio donde nació. No es extraño que sea sensible ante el problema del hambre, que es el primero de todos. Con su aire de capataz entusiasta ha identificado al enemigo, que no es otro que la miseria. Ella es la culpable, junto a la ignorancia y la crueldad, de todos los males corregibles del mundo. Un lugar destartalado, donde reina la injusticia y el hábito de aceptarla. De cada cuatro seres humanos, uno es pobre. Viven o duran con menos de dos euros al día al cambio nuestro. La pobreza extrema mata cada veinticuatro horas a 100.000 personas, 4.167 cada hora, 70 cada minuto. Buena le ha caído a este tornero de 57 años, conocido como «Luisito», que tendrá que labrar y pulir una gigantesca nación habitada por desharrapados, que es potencialmente una de las más ricas del planeta. Para erradicar el hambre tendrá primero que acabar con el analfabetismo y con la corrupción y, sobre todo, tendrá que creer que es posible hacerlo. Piensa llevarlo a cabo con humildad y con audacia, «con valor y con cuidado». A Lula da Silva le acusan de soñador. Un soñador para un pueblo inmenso donde las desigualdades sociales son más inmensas todavía. El terco sindicalista quiere introducir la mayor cantidad de futuro posible en el terrible presente de su país. Su sueño es que Brasil despierte.

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