Inseguridad ciudadana
Esta semana una banda de delincuentes rumanos sustrajo de un establecimiento de Trabadelo unos 2.000 kilos de embutido, al parecer -cómo si no- de muy buena calidad. El hecho en si no parece relevante; pero lo es por la frecuencia y por la impunidad con la que actúan esas bandas, que en razzias frecuentes asaltan las provincias inermes, para vender luego en la capital el botín de sus saqueos. De tarde en tarde, como ocurrió el pasado agosto en el Bierzo o hace unos días en Madrid, la policía detiene a alguna de ellas; pero no parece que esas detenciones, o las penas que leyes y jueces benignos les imponen, les sirvan de escarmiento que pongan fin a tales delitos. Existe la sensación, basada en datos objetivos, de que ha aumentado la inseguridad ciudadana en España; hasta el punto de que, en estos últimos años, se está convirtiendo dicho problema en una de las principales preocupaciones de los españoles. Algunos prefieren, por resabios ideológicos, taparse los ojos, mirar hacia otro lado o hacer ascos a toda medida legal y policial que le ponga remedio; pero la realidad es tozuda, los ciudadanos sienten y viven esa preocupación, y los políticos responsables deben darle una solución. Esa inseguridad tiene múltiples causas, entre ellas el crecimiento caótico y mal regulado de la población inmigrante. La mayoría de los inmigrantes, vengan de donde vengan y sean del color que sean, no tienen nada que ver con la delincuencia; al contrario, son un bien para el país, que necesita mano de obra y trabajadores cualificados. España vive, en cierto modo, algo semejante al beneficioso influjo que sobre algunas naciones hispanoamericanas produjo el exilio de nuestra guerra civil. Ahora técnicos y profesionales vienen aquí sin que España haya gastado un duro en su educación; empobrecen a sus países de origen pero enriquecen a España pese a la competencia que generan. Pero no es menos cierto, que junto a esa emigración beneficiosa se cuelan bandas de delincuentes, que trafican con drogas, controlan el mundo de la prostitución o, simplemente, se dedican al robo. Hay conciudadanos delincuentes pero nadie puede negar el crecimiento porcentual de presos de origen extranjero en las cárceles españolas en el último lustro. Una segunda causa se encuentra en la permisividad que introdujo la reforma, en 1995, del código penal del ministro socialista Juan Alberto Belloch; y, una tercera, la disminución del número de policías durante los gobiernos de Aznar. Hay menos Estado, y esa es una razón poderosa del crecimiento de la delincuencia y de la inseguridad ciudadana. Esta es la realidad de la que hay que partir. Izquierda y derecha, por razones diferentes -Estado opresor, Estado árbitro- han cuestionado el Estado, lo han debilitado, lo han privatizado. Surgen así los reinos de taifas, y no me refiero sólo a las autonomías con sus leyes y sus policías propias -pues son también Estado-, sino a toda una serie de corporaciones, de grupos, de mafias, que van organizándose autónomamente al margen y, muchas veces, en contra del Estado. Es la nueva Edad Media -con su atomización y anarquía- de la que viene hablando el francés Alain Minc y el norteamericano Robert D. Kaplan, y de la que ya he escrito en otras ocasiones. Fortalecer el Estado exige leyes, de ahí que no vea la razón -aunque comparto con el PSOE las críticas al oportunismo electoral de Aznar- de la oposición de este partido a la reforma del código penal que el gobierno presentó ayer; pero las leyes no bastan. Es necesario que los jueces las hagan cumplir y que el gobierno pongan a este fin los medios humanos y materiales necesarios. El objetivo de tales reformas debe ser más Estado pero no menos libertad. No hay contradicción, como algunos pretenden, entre ambos extremos; pues el Estado no es un fin en si mismo, sino un medio para garantizar la libertad individual, la autonomía y el perfeccionamiento de la persona. La persona, no lo olvidemos, es el fin, que ella es libertad, compromiso, vocación, solidaridad y trascendencia.