Diario de León
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RODRIGO Rato se ve con todas las cualidades para aspirar a presidente del Gobierno. Estaba yo brindando frente al mar, con ginebra, por supuesto, a la salud de Arturo Pérez Reverte, que cumple el primer mandamiento de todo novelista, que es no aburrir ni a Dios sobre todas las cosas, cuando me enteré de la autoproclamación de candidato. No me parece mal, ni mucho menos. Nada impide que un señor se mire al espejo, sonría y diga para sus adentros: soy el hombre adecuado. ¿Quién puede conocer mejor que él sus dones? Además, todas las ambiciones son legítimas. Lo que quizá no sea legítimo es tener ambiciones. El vicepresidente Rodrigo Rato ha dado un paso decisivo sin que nadie le empuje. A su juicio, tiene «pasión, liderazgo, ilusión e ideología». ¿Quién da más? Ya sólo falta que el partido al que pertenece, que no vive sus momentos más brillantes, sea de la misma opinión. Si lo fuera, cesarían las conjeturas y las cábalas acerca del sucesor, que tantos cotilleos perturbadores vienen produciendo. Toda organización política requiere un cabeza de cartel y lo que ahora tiene el PP es un rompecabezas. Entre los numerables aciertos de Aznar no figura la larga zozobra creada en torno a la figura de su sucesor. Rato ha estado siempre en todas las ternas, junto a Rajoy y Mayor Oreja, pero no se descartan nunca las sorpresas. Hay ternas en las que se quedan fuera los tres. Que alguien se contemple a sí mismo con todas las altas condiciones que requiere el eventual puesto de presidente del Gobierno, no nos autoriza a incluirle en la lista de gentes que están encantadas de haberse conocido. No son necesariamente como aquel escritor, un autor teatral, que me confesó una vez, con voz trémula: «Yo soy muy poco presuntuoso, como todas las personas de extraordinaria valía». Lo que pasa es que Rodrigo Rato no podrá decir de aquí a las elecciones lo que dijo aquel párroco desde el púlpito: que a él, en cuanto a modestia, no le ganaba nadie.

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