Diario de León
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EL gran salón del Ritz era ajeno al clima mundial coagulado por el discurso del estado de la Nación que Bush había desgranado pocas horas antes. Estaba viviendo con fruición otro discurso, el de Alberto Ruiz-Gallardón, durante el desayuno informativo con el candidato a la alcaldía madrileña. Alberto estaba que se salía y su verbo brillante y efectista tejía una doctrina aparentemente no transida de la doctrina de Ana Botella, que allí lo escuchaba arrobada. El candidato trazaba las grandes líneas de un programa de apariencia progresista, de recuperación cultural y social, de urbanismo rehumanizador y de protagonismo universal. Todavía era temprano y el hundimiento de las Bolsas sólo estaba en sus inicios. Por eso los cruces de miradas entre Alberto y Ana sugerían lo del traspaso de la alcaldía a Ana y la nominación de Alberto para la sucesión de Aznar, en el caso de victoria el 25 de mayo. Nada de todo eso hubiera sido ni siquiera imaginable hace un año, antes de la reconciliación de Alberto con su partido y con el presidente del Gobierno y mucho antes de la operación de Ana Botella. Es evidente que ahora el otro reto de Gallardón es seguir siendo el mismo que era antes de esa reconciliación. Todo el mundo sabe que era la excepción progresista del PP, el enemigo del sectarismo como estilo político y el practicante del diálogo con sus adversarios. Todo el mundo conoce sus excelentes relaciones con su antecesor en la Comunidad, el socialista Joaquín Leguina, hasta el punto de haber dado su nombre a un gran centro cultural. Sería buena cosa que nada de eso cambiase, a pesar de los pesares.

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