Apariencias

NO está uno muy al día, ni a la noche, en materia de discotecas. No sólo porque la edad que atravieso no sea la más propicia, sino porque detesto la aglomeración de decibelios y además no sé bailar. Sólo lo he hecho en la cuerda floja y sin pareja. Pero el no ser entendido en un tema no impide hablar de él. (¿Qué seria de los columnistas si nos exigieran hablar con conocimiento de causa?). Una vez me llevaron a una discoteca porque no había forma de tomar una copa en otro sitio de madrugada y tuve que transigir con el estruendo y las luces de checa. Me pareció que estaba llena de gente rara, pero el único raro era yo. Jóvenes empeñados en ser originales de la misma manera, incluso en la vestimenta. Hago estas divagaciones porque ahora se va a prohibir a estos locales que ejerzan el derecho de admisión y no podrán discriminar por raza, sexo o aspecto físico. Los más distinguidos, o sea los que se distinguen por ser los más caros, no podrán exigir la corbata sin solicitar a los Ayuntamientos unas condiciones especiales. La indumentaria, que siempre ha sido una señal de jerarquía, se ha democratizado mucho, pero por abajo. El ideal de muchos jóvenes es parecer un mendigo amateur y en esto coinciden con algunas personas maduras. Parece como si las mejores galas fueran las más sucias. Es curioso que los desharrapados deploran su aspecto y a los medianamente acomodados les haga una ilusión enorme tener aspecto de desharrapados. Muy difícil se lo van a poner a los porteros de discoteca, que suelen ser boxeadores retirados que no tuvieron mucha fortuna en el ring. (A mi pobre amigo Urtain, en los principios de su carrera, le trajeron algunos de los que ahora hacen de guardianes de salas de fiesta. Los tiraba en el primer asalto o en el segundo. El era inocente. El tongo en boxeo sólo lo sabe uno: el que va a caer). Un portero de discoteca no puede saber si el descamisado es un opositor a notarías. Sólo puede distinguir a los paralíticos. Y eso si van en carrito.