Diario de León

TRIBUNA

Escuchar y ver: escribir

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León

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QUÉ es un escritor? -me pregunto-, al mismo tiempo que reflexiono ante ustedes. Sí, hablemos hoy de un escritor, pero sin importarnos cuál es su origen, porque antes que la nacionalidad de un ser humano se encuentra, primero, su vocación y su manera de situarse frente al otro, es decir: frente al mundo. Aunque ante todo y en primer lugar, se encuentra la manera de situarse frente a sí mismo y de explicarse, para no sentirse mutilado de las gigantescas alas de su ensoñación desmesurada. Luego, se podría decir que un verdadero escritor es aquél que cuando los demás ven o miran el mismo objeto, él lo ve de manera diferente y además consigue demostrarlo, pues el objeto o el personaje, consigue transformarse ante nuestros extrañados ojos. Un escritor es como el ave, con el ojo avizor en el alminar de una torre, al acecho de la inmensidad del horizonte. Es como un vigía que, al menor movimiento de la muchedumbre, advierte aquello que los hombres no pueden distinguir, ni en el lejano puente ni en el cercano suelo. Un escritor no representa más que a sí mismo y su voz es ciertamente personal. Su texto, su voz, nace cuando el pensamiento es interpelado por la realidad que, súbitamente, comienza a hablarle. El escritor, entonces, juega con ecos, con variaciones, y va enlazando signo tras signo, con los que aprehenderá el universo-paisaje, que fluye en el fondo abisal de su alma. Allí, donde el abismo le revela la mirada insondable de su propio abismo. Un escritor puede recrearse con su propia infancia o hacer una purga de su adolescencia, de sus vivencias familiares, con el fin de despojarse del pasado y poder así investir en su propia experiencia. Por ejemplo, lo puede realizar a través de la escisión del «yo» en varios relatos. Es decir, desdoblándose en varios personajes. Porque, saben ustedes, la literatura es también un ajuste de cuentas con la propia vivencia, con la historia. Imaginar, entonces, no es ya participar en el mundo, sino habitar la propia imagen bajo la apariencia indefinidamente variable con la que uno pueda «disfrazarse», especialmente, por imágenes y nombres heterónimos, distintos al suyo propio. Puesto que, como dijo Jean Starobinski, «se vive mal si no se sabe soñar bien». El escritor inmerso en su solitaria creación como actividad lúdica, jubilosa o dolorosa, se prolonga en el infinito, como una compensación narcisista a la brevedad de la existencia, con esa imprecisa voluntad de eternidad enlazada a esa aspiración de crear, de nombrar, espacios invisibles. Todas esas formas de la expresión artística, como el más hermoso escudo del escritor, para, por unos instantes, embozarse lejos de lo que puede ser doloroso: el hilo frágil de la vida, el azar, el rencor, la envidia... Ese debate -la hora de la verdad en el escritor-, entre los propios fantasmas interiores y la realidad, a veces, demoníaca e inhospitalaria. La fuerza de ese desdoblamiento, de «desaparecer» y de «aparecer» -ocultándose el escritor en las palabras y dirigiéndose siempre a un ser ausente-, parece surgir del deseo de orden y del reflejo violento de la realidad en el sistema nervioso, de su convulsión, síntoma de violencia, como le sucede al artista ante cualquier acto creador, y, como señalaba Francis Bacon poco antes de su muerte (Madrid, 1992): «no necesariamente de una violencia que cause horror, porque la convulsión del placer sexual es algo que la mayoría de nosotros experimenta tan a menudo como puede». El escritor, entonces, va a intentar crear siempre un «exilio», para poder escribir ese poema, ese libro, que tiene siempre a la vista. Pero un poeta, un escritor, no debe ser, necesariamente, ese personaje que viva al margen de lo que sucede en la sociedad, ni ese «marginal» algo soñador calafateado en la nave prodigiosa de su escritura, encerrado en su «torre de marfil». Pues un escritor, una escritora, es un hombre o una mujer, un ciudadano o una ciudadana, que debe tomar posición en la vida social, más aún cuando tiene el poder de la expresión que puede extender una idea o una causa justa por los valores universales de humanidad y fraternidad. Escribir e imaginar, entonces, amigos, para abrirse al otro, como gesto del abrazo y del encuentro, para amar y dejarse querer, y también para replantearse uno mismo, una vez y otra vez más, aun sabiendo que la diosa Parca, Átropos, inexorable y paciente, espía. Esto es lo que quería decirles, que la escritura surge del silencio, de la observación y el compromiso. Luego, se podría decir: El escritor: alma / que salta la verja, / se adentra en el jardín.

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