Los quitamiedos
Los que disponen de una manada de gorilas para su escolta personal y viajan en coches blindados niegan que exista una gran inseguridad ciudadana, aunque reconocen que hay alguna. Saben, de oídas, que hay abundantes robos y atracos, pero al no haberlos sufrido jamás no pueden aceptar que eso haya llegado a ser un problema social. «La situación de la delincuencia no es alarmante», dicen. Lo que equivale a decir que en caso de incendio no debemos preocuparnos y si el teatro arde nuestra obligación es mantener la serenidad y permanecer sentados en nuestras butacas hasta morir carbonizados. Quienes no disponemos de guardaespaldas ni de vehículos blindados podríamos insinuarles que se pusieran en nuestro lugar, pero sería inútil. No iban a querer. El suyo es mucho más confortable y se resistirían heroicamente a abandonarlo. Además, se han encariñado con él, a pesar de los trabajos y sacrificios que acarrea. ¿Qué tendrán esos sillones para que todos los políticos tengan culo de buen asiento? Cuando se levantan no es para mear, sino para ocupar otros sillones más confortables. Nunca podremos explicarnos el apego a esos cargos, teóricamente mal remunerados, que obligan a un ajetreo constante y a un perpetuo estado de alerta para librarse de las zancadillas de los correligionarios. Cuando se acercan las elecciones, que vienen a ser como un expediente de crisis en sus respectivas empresas ideológicas, multiplican sus afanes. Ahora nos quieren convencer de que no hay inseguridad ciudadana y de que podemos pasear por cualquier calle a cualquier hora. No es verdad. La única ventaja que tendríamos, en caso de hacerlo, es que no nos encontraríamos con ninguno de ellos. Nos quieren quitar el miedo, no contentos con quitarnos otras cosas. Nos cuentan que han aumentado el número de policías, pero los comerciantes de muchos barrios siguen pidiendo licencia de armas. No se les concede. Nadie debe tomarse la justicia por su mano. Mejor es que siga así, dejada de la mano de Dios.