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León

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OBSERVAR las expresiones de los animales sirve para comprender sus actitudes: el amor, la agresión, el celo, el cansancio, la sumisión o el sueño se manifiestan en gestos inequívocos. Los hombres, descendientes de aquellos monos erguidos que procedentes de la selva se enseñorearon del terreno abierto, con el palo, el pedrusco y la técnica inteligente dominando al diente y las garras de los carnívoros de la sabana, tenemos conductas fáciles de interpretar. Ya lo dice el refrán: la cara es el espejo del alma. Llevamos días en los que un presidente tejano, líder pío del país más rico del mundo, acude a reuniones en las que demanda la destrucción del eje del mal, extraña línea en cuyo centro habita un señor satánico, terrorista, dictador sentado encima de Mesopotamia, interfluvio del Tigris y Eufrates pródigo en petróleo. El político Bush adora en sus alocuciones dirigidas al mandatario de Irak el estirar el índice exigiendo sumisión, en movimiento de sube y baja que, cual estaca, avisa del porrazo a infligir a quien no acate la autoridad emanada del Dios de Occidente. El enfado se acompaña de frente fruncida y labios entreabiertos, ceño retador. Las manos, con las palmas hacia abajo, dominan a un auditorio calmado temporalmente por el jefe dominante, aún magnánimo. Parece que falta poco para que su mano, en sube y baja vertical, cual hacha de leñador, desencadene el pifostio inteligente, la hijoputez que desangre Irak. He preferido creer las sensatas palabras de llamada a la paz, en el desfile de gente maja, amistosa, la noche del jueves por las calles de León. Pedro García Trapiello, en el lenguaje universal del ademán, expresó el abrazo de las ideas, la seducción de la bondad. Sus manos extendidas, de palmas abiertas, envolvieron en pacifismo íntimo al gentío esperanzado. Runrún de solidaridad colectiva, en una plaza atestada de ilusión ética, oleada de mesura que ojalá invada los despachos que planean un chaparrón de bombas. Guerra, no.