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Publicado por
Manuel Alcántara
León

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La popularidad de los políticos, como los combates de boxeo que llegan al límite de los asaltos previstos, se mide por puntos. Los incansables detectives que realizan encuestas calculan en cada momento el grado de aceptación y aplauso que tienen los líderes y los que desean serlo cuanto antes, que para luego es tarde. En Inglaterra se sabe ya, porque los sondeos hilan muy fino el tejido social, que el apoyo de Tony Blair a Estados Unidos le ha costado 20 puntos de popularidad. La imagen del simpático primer ministro es la más baja de los últimos dos años y eso le hace temblar después de haber sonreído a los fotógrafos. No sabemos cuántos puntos ha podido perder el presidente Aznar, que es menos simpático que Blair y que usted y yo, con su inquebrantable adhesión a Bush. Nadie lo ha calculado todavía, pero el PP confiesa su razonable temor a que lo de Irak afecte a las elecciones locales y autonómicas. La velocidad del desgaste ha sorprendido a la ajena empresa, que es el PSOE, donde crecen las expectativas de gobierno, a pesar de su notable inmadurez. Las malas rachas son peores cuando se prolongan tanto que ya no pueden llamarse rachas y ésta arranca del «decretazo», continúa con tragárselo entero, pasa por la suntuosa boda escurialense, se prolonga con el desdichado asunto del «Prestige» y culmina con el ardor guerrero ante un conflicto bélico que debe evitarse por todos los medios. La popularidad es fundamental en toda democracia, ya que nadie vota a un desconocido. Puede que sea, como dijo Víctor Hugo, «la gloria en calderilla», pero de la popularidad sólo abominan los poetas involuntariamente minoritarios y los espías. Lo que sucede es que las masas son muy volubles: los mismos que aclamaban a Mussolini en la Plaza de Venecia le colgaron luego patas arriba de una farola. También ocurre que pasa por distintas inexplicables fases. Por poner el más alto de los ejemplos, Jesucristo debió de obtener su máxima puntuación de popularidad en las bodas de Canaá y la mínima cuando, a petición de Pilatos, aquellos sonoros demócratas votaron a favor de Barrabás.

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