Diario de León
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Ignacio Ramonet
León

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Entre las verdaderas razones que motivan la guerra contra Irak, figura, en primer lugar, la obsesión de la administración norteamericana por evitar que se produzca una alianza entre un Estado fuera de la ley y el terrorismo internacional. Ya en 1997, bajo el presidente Clinton, el ministro de Defensa William Cohen había expresado este temor: «Nos enfrentamos a la posibilidad de que actores regionales, ejércitos de tercer orden, grupos terroristas y hasta algunas sectas religiosas traten de obtener un poder desproporcionado mediante la adquisición y la utilización de armas de destrucción masiva». En enero de 1999, una declaración pública del jefe de la red Al Qaida confirmaba que el riesgo era muy real: «No considero que sea en absoluto un crimen -decía Osama Bin Laden- tratar de adquirir por todos los medios armas nucleares, químicas o biológicas». Y el presidente Bush, en su intervención ante la asamblea de la ONU el 12 de septiembre del 2002, admitió que esta posibilidad le quitaba el sueño: «Nuestro gran temor es que los terroristas se alíen a un estado fuera de la ley que pudiera procurarles la tecnología necesaria para cometer crímenes masivos». En la mente del presidente norteamericano, este «estado fuera de la ley» es Irak. Y por eso, con el propósito de acabar con el terrorismo internacional -y también por otras muchas razones, entre ellas el petróleo- se dispone a atacar Bagdad. Aunque gane esa guerra, no es seguro que el señor Bush acabe con lo que se llama el terrorismo. En primer lugar, porque el término terrorismo es impreciso. Desde hace dos siglos, se utiliza para designar indistintamente a todos aquéllos que recurren, con razón o sin ella, a la violencia para intentar cambiar el orden político. La historia demuestra que, en ciertos casos, dicha violencia era necesaria. «Sic semper tirannis», exclamaba ya Bruto al apuñalar a Julio César, que había derribado la República. Numerosos antiguos terroristas se han convertido con el tiempo en respetados hombres de Estado. Por ejemplo, el general Charles De Gaulle y todos los dirigentes franceses surgidos de la Resistencia, calificados de terroristas por las autoridades alemanas de la ocupación; Menahem Beguin, antiguo jefe del Irgun, convertido en primer ministro de Israel; Abdelaziz Buteflika, antiguo responsable del FLN argelino, actual presidente de Argelia; o Nelson Mandela, antiguo jefe de la ANC, ex presidente de Sudáfrica y premio Nobel de la Paz... La actual guerra mundial contra el terrorismo y la propaganda que la acompaña pueden dar la impresión de que no hay más terrorismo que el islamista. Evidentemente, no es así. En el momento mismo en que se desarrolla esta nueva guerra mundial, diversas organizaciones terroristas siguen actuando en casi todos los rincones del mundo no musulmán. ETA en España, las FARC y los paramilitares en Colombia, los neomaoístas en Nepal, etcétera. Y hasta hace bien poco, el IRA y los protestantes unionistas en Irlanda del Norte. En la actualidad, se acepta de forma general que el uso de la violencia terrorista en un contexto de auténtica democracia política -como en Irlanda del Norte, el País Vasco español o Córcega- resulta inadmisible. Pero, al albur de las circunstancias, casi todas las familias políticas han reivindicado el terrorismo como principio de acción. El primer teórico que propuso una doctrina del terrorismo fue el republicano alemán Karl Heinzen, en su ensayo Der Mord -El asesinato-, de 1848, donde afirmaba que todos los medios, incluido el atentado suicida, son buenos para acelerar el advenimiento de... ¡la democracia! En tanto que demócrata radical, Heinzen escribe lo siguiente: «Si, para destruir el partido de los bárbaros, hay que hacer saltar por los aires la midad de un continente y provocar un baño de sangre, no tengáis ningún escrúpulo de conciencia. Quien no esté dispuesto a sacrificar gustosamente su vida por la satisfacción de exterminar a un millón de bárbaros no es un auténtico republicano».

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