Diario de León
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León

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El concepto de guerra preventiva, tan de actualidad, supone un enorme retroceso del estado de derecho, la seguridad jurídica, el derecho de gentes , la civilización occidental y el pensamiento cristiano , en parte vertebrador de la misma. Va incluso más allá del ojo por ojo y diente por diente del Antiguo Testamento, por cuanto te autoriza a cegar a quien creas que te mira mal. Coincide con la teoría de algunos campesinos centroafricanos que atribuyen al mal de ojo sus malas cosechas y endosan a la estadística del sida algunas muertes por veneno, según nos explicara en Uganda un dignatario de la nunciatura apostólica en Kampala. Por supuesto que iguales o parecidos progresos podemos encontrar en otras culturas antiquísimas. En los cuentos de las mil y una noches de Bagdad que la reina Sherezade tenía que contar hata el alba para evitar la muerte, no sólo hay crueldad y muerte, también hay ternura, compasión, valores humanos que no son patrimonio exclusivo de Occidente, como bien pudo comprobar en su día la doliente doncella de León: Hurí del Edén, no llores, Vete con tus caballeros. Si por moda, interés o ignorancia invencible siguiera creciendo el número de devotos de la guerra preventiva, instalada la sospecha como norma de conducta para todos, el mundo sería un infierno -el infierno son los otros-, la guerra de todos contra todos, o todos contra uno y uno contra todos... Es difícil entender que en nuestro tiempo tal teoría tenga adeptos y seguidores, cuando quinientos años antes de Cristo ya los griegos resolvían los conflictos por el diálogo, la isonomía -igualdad de todos ante la ley-, la isogoría -derecho de todos a hablar- y la búsqueda del origen común de todas las cosas. Y los jurisconsultos romanos, líderes de un pueblo poderoso política y militarmente, intentaron asimilar el estoicismo preocupado más de la ética que del derecho en un mundo presidido por el logos de la recta razón. Marco Aurelio se sentía ciudadano del mundo, Séneca piensa que el hombre es sagrado para el hombre y sabe que la naturaleza común comprende unitariamente a la totalidad de los seres... Nos queda la filosofía, diría Cicerón al ver fracasado su matrimonio. Los juristas romanos son científicos del derecho que tratan de convencer usando el sentido común y el consenso y piensan que el derecho nace «ex íntima fhilosophia». Cabía esperar algo más de esos vaqueros orgullosos de aplicar por el mundo su teoría preventiva a los malos, sin necesidad de encerrarles en Guantánamo. Podrían pararse a pensar, dejando de mascar chicle si es necesario, en las terribles consecuencias de un enfrentamiento entre civilizaciones, por ejemplo. Pero Bush y sus incondicionales cuando hablan de la paz piensan en la victoria y cuando llegue la victoria dirán que ha llegado la paz; nada más lejos del ideario político-filosófico de Wilson y su «paz sin victoria», es decir duradera y entre iguales, con la garantía de una justicia internacional. A aquel gran hombre se le puede aplicar la tesis de Ficte. «La filosofía de cada uno depende de la clase de persona que es». Si los actuales mandatarios pensaran en la paz y no en el botín de la victoria dejarían a los inspectores de la ONU completar su trabajo, cosa que ya casi habían logrado en 1998: ese es el camino para desarmar a Irak y no la muerte de los inocentes. No bastan las sospechas, las afirmaciones unilaterales, o las pruebas amañadas como el famoso telegrama que llevó a EE.UU. a la guerra mundial y luego resultó ser falso. Piensan que lo que es bueno para la General Motors es bueno para los EE.UU. de América, pero no se han leído el discurso de despedida del general Eisenhower denunciando los excesos del «complejo industrial militar» de su país. Tampoco enlazan con las mejores tradiciones del gran pueblo americano, de aquellos colonos ingleses -no anglicanos- que pelearon por sus ideales de libertad contra los Estuardo y se dotaron de un Constitución fruto del consenso entre grandes y pequeños Estados, entre centralistas y partidarios de la autonomía local, entre la industria y la agricultura, entre los federalistas y los seguidores de Jefferson. Y acabada la guerra, decidieron que no había vencedores ni vencidos, sólo ciudadanos de América.

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