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Publicado por
Rafael Torres
León

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LA televisión, que no es capaz de reunir en un plató a cuatro personas interesantes para hablar de sus cosas y, de paso, de las que nos conciernen a todos, sí lo es, en cambio, de juntar a cualquier hora del día y de la noche, a cuantos golfos y vividores sin sustancia venden su menesterosidad moral. La televisión, que debería ser la ventana que se abre al mundo, a la creación, a los problemas de la sociedad y a su necesidad de diversión y recreo inteligentes, se abre a un inhóspito y sucio patio donde hozan, chillones, demediados e histéricos, todos los «freaks» y todos los idiotas de la Nación. Pero, por si ese continuo desfile de perturbados, haraganes y buscavidas no fuera suficiente, he aquí que se va a reunir a la flor y nata de ese inframundo en un hotel llamado Glamour para que el espectador se envilezca un poco más, si cabe, compartiendo el yermo de sus horas y de sus días. Las televisiones podrían ser algo más ambiciosas y no conformarse con ese tiradísimo elenco de matados de la vida que va a consumir, en adelante, el tiempo que podría dedicarse a hacernos más felices y mejores. ¿Por qué no se encierra en ese hotel delirante a los propios programadores, a los guionistas, a los patrocinadores y a los directivos de esos espacios espeluznantes para que nos muestren, en vez de Tamara, Yola Berrocal, Aramís Fuster y Fran Francés, la calidad de sus mentes y de sus almas? La televisión crea realidad y a este paso, entre unas cosas y otras, la España que nos cuentan acabará siendo un escalofriante Hotel Glamour.