Diario de León
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León

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EN Bagdad están mucho mejor de alfombras que de búnkeres: sólo hay veintidós para cuatro millones y medio de personas que se aprestan a ser bombardeadas. Por eso están excavando trincheras en los jardines de las casas que tienen jardín. En las guerras importa mucho encontrar un boquete donde esconderse para librarse de los daños colaterales; un agujero al sur de las raíces o al nivel de los cimientos. Ilusoriamente se le llama refugio. Algunas horas, casi siempre nocturnas, hemos pasado los que fuimos niños durante la guerra civil, o sea, los viejos de ahora, en esos refugios artesanales. Uno, que tiene pocas manías, ni siquiera la de grandeza, atribuye a aquellos sobresaltos su falta de simpatía por los aparcamientos subterráneos. No me gustan los sótanos, del mismo modo y por el mismo motivo que no me gustan las colas. Las colas son siempre el látigo humano que azota a la población civil en las dilatables postguerras. Hileras monacales de gentes que recibían, cuando les llegaba el turno y a cambio de un cupón, un puñado de azúcar, un trozo de bacalao como un fragmento de momia, un poco de harina o una pastilla de jabón fácilmente confundible con uno de los adoquines que se utilizaban para las barricadas. Las cartillas de racionamiento son siempre el best-seller de después de las guerras, pero sólo pueden leerlo los supervivientes. Mientras Blair sigue con sus condiciones a Sadam, en las casas iraquíes se acumulan alimentos básicos y gasoil y gasolina para los generadores. El dictador deberá anunciar en la televisión su desarme, pero es improbable que lo haga. Por muchos palacios y por muchos crímenes que tenga a sus espaldas, profesa «la cultura del sacrificio». ¿Qué más da llamarse Mustafá o Manuel? Si la infancia es la verdadera patria del hombre, muchos de nosotros somos ahora, a nuestra edad, esos niños iraquíes que ayudan a sus padres a construir un boquete bajo tierra.

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