Diario de León
Publicado por
Andrés Martínez Casares
León

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Quise jugar a ser periodista y me di cuenta de que las armas que más fuerza tienen son aquellas que inmortalizan y hacen que los fotografiados en acto de servicio te pidan «basta de carnaza». Pero se aprovechan de la falta de éstas en aquella esquina en la que un adolescente gritaba y se retorcía cuando ellos huyeron ante la llegada de los curiosos objetivos de dos fotógrafos, dejando allí a su victima en un ataque de histeria. Resulta duro comprobar como aparecer con tu cámara pone en fuga a ese par de animales mientras el agredido sigue en el suelo gritando y la falta de profesionalidad te hace dudar entre fotografiarle o intentar calmarle, pero está demasiado asustado para levantarse y algo te impide enfocar. En la Moncloa no comenzó a calentarse el ambiente hasta que los antidisturbios se dispusieron a abrir el paso a los vehículos y, ante el requerimiento del que allí mandaba, intentaron acorralar a los pocos manifestantes que quedaban en la acera. Craso error el hacerlo golpeando a éstos con los escudos. De nuevo el que dio la orden intervino, esta vez imponiéndose entre ambos bandos para que hubiese paz, pero ya era tarde. Unos estaban molestos con las fuerzas del Estado por los sucesos del día anterior, y los otros ya debían estar hartos de que estos les increpasen. Corrí en busca de imágenes cuando todos perdieron el control, y alguno de los que había estado gritando anteriormente recibió algún porrazo ante el paso acelerado de quienes corrían tras la masa insurrecta, como alguno dijo con desprecio. Tres chicas asustadas me comentaban como habían hecho uso de las pelotas de goma en una de las paralelas a la calle Princesa. Una de las lecheras aminoró la marcha al llegar a nuestra altura y uno de sus ocupantes nos dedicaba miradas desafiantes, pero no hicieron nada. Estábamos mejor armados. Creía habérmelo perdido todo. Corrí de nuevo. Princesa, Plaza de España, Gran Vía, Callao, Sol. Todo parecía tranquilo, pero en algún sitio tendrían que estar las furgonetas que me habían adelantado. De repente me encontraba en el cruce de la calle Montera y Gran Vía. En medio, en tierra de nadie, ro- deado. Intentaba entender la situación cuando el saludo de un compañero vino como salvación. No estaba solo, no era el único. Quise jugar a ser periodista y me vi en medio de una batalla campal esquivando piedras, botellas y pelotas de goma. Pim, pam, pum. Corría de nuevo. Lamentablemente mi brazo izquierdo cumplió su cometido protector al evitar que uno de los disparos de la policía impactase directamente en mi cabeza. Algún compañero no tuvo tanta suerte. Y es en ese momento en el que pierdes tu función de espectador y alzas la voz que has callado durante toda la tarde. Y llamas cabrón al que te ha disparado. Y gritas al hombre que detrás de ti lanza piedras. Y te desesperas viendo el panorama de los que hacen la guerra pidiendo la paz y de quienes se amparan en ella para justificar una guerra. Estás en medio y tus ideas valen en ese momento lo que tus pies. Un teatro improvisado en el que se desarrolla una obra surrealista en que los vecinos se parten la cara, con la diferencia de que unos lo hacen amparados por la ley y parapetados tras sus escudos. Curioso. Mientras en su chalet con cesión por cuatro años y prorrogable algún personaje ambicioso y sediento de gloria descansa con los pies sobre la mesita del café, porque los tiene cansados de haberlos usado sobre los demás. No te apures. Péinate bien y estudia la posición adecuada a la hora de salir en la foto. Has de estar guapo para que la incluyan en alguna enciclopedia. Así pasarás a la historia, y de esa manera, junto a Dios, te juzgarán. ¿A qué me recuerda eso? Si esta es la promesa de seguridad ciudadana, yo me pido el cinco de copas. Pero no sólo hicieron gala de su fuerza bruta, ya que la presión psicológica sobre aquel que se atrevía a alzar su herramienta de trabajo, a sabiendas de que es uno de los salvoconductos más seguro en esos momentos, pasaba de una mirada desafiante mientras cargaban sus armas, a gritar con la porra en alto: «¿Por qué no coges tu puta cámara y te vas a tu puta casa?». Y lo único que se te ocurre es pensar que porque quieres contar lo que ha pasado, pero te lo callas para ti porque ya has cobrado y además ellos son más. Así que en esos momentos decides volver a poner el ojo en el visor como terapia para evitar que la situación pueda afectarte. «Esto es como cuando Franco», comentaba un hombre refugiado en la entrada de un establecimiento de la calle Montera. Día libre para las putas, los políticos allí no estaban, y sólo quedaban dos de las cuatro pes puñeteras que un día un compañero me comentaba, los periodistas y los policías. Mientras tanto, sin salir de la misma calle, atravesaban coches, quemaban colchones y seguía una lluvia de piedras que no discriminaba, hasta el punto de reventar alguna de las marquesinas en que la gente del Samur atendía a algunos heridos. Nadie se lo esperaba. La cosa se fue de las manos y el descontrol se adueñó del centro de Madrid. Me costó reponerme. Cautivo de mi indefensión y desarmado por la falta de carretes decidí escapar de una locura que no acabo de entender. Paz a través de violencia, violencia por la Paz, violencia gratuita... No sé. Lo único que tengo claro es que no a las guerras.

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