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Publicado por
J. F. Pérez Chencho
León

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Dos horas y cuarenta minutos después de abrazar el corazón de Bagdad, con sainete en tres actos incluido, una tanqueta del ejército norteamericano derribó el gran símbolo iraquí de bronce: la estatua de Sadam Huseín, majestuosa, imponente, alta como una torre. La guerra continúa en Irak, pero el régimen del sátrapa Huseín se ha desmoronado. Sus huestes con mando, desmayadas y huidas, como las de El Cid en el poema, han entregado sus armas y su honor. La demolición de la estatua fue el principio del fin, generosamente transmitido a todo el mundo. Entraron las tropas de la coalición en Bagdad como paseando por los jardines de Babilonia, mientras la supuesta resistencia se bañaba en los ríos Tigris y Éufrates, con márgenes de espadañas. O cambiaba sus sayones por nikis y pantalones vaqueros, apaleaban retratos del dictador, saqueaban sedes y haciendas, y se disponían a recibir el nuevo advenimiento invasor. Ni rastro de la Guardia Republicana, ni de fedayines, ni de armas químicas, ni de Sadam y sus hijos, ni de suicidas, ni de francotiradores, ni de jerarcas del partido único «Baas», ni de nada. El pueblo iraquí, tras enmudecer la radio y la televisión que acercaban su idiocia y su fanatismo un poco más a Alá, aceptó los hechos consumados. Se cansó de ser espadaña erguida a la que azotaban los vientos alevosos del desierto. El aliento de Sadam Huseín era el más alevoso, porque no quebraba a su pueblo, sino que lo doblaba. La guerra no ha terminado, pero es muy probable que no repita el horror de los 21 días precedentes. Los próximos días la coalición anglo-norteamericana dedicará sus esfuerzos a silenciar los focos de resistencia. El cupo de muerte y destrucción está cubierto. Queda, como imagen que vale por mil palabras, la degolladura del régimen en la carne de bronce de Sadam. No pudo filmarla José Couso, ni redactar la crónica Julio A. Parrado, cuyos verdugos fueron los mismos que doblaron el espinazo de Huseín. Lo intentaron los propios iraquíes, con soga al cuello y ardores de mazo pilón sobre la peana. Al final fueron las argollas y orugas de los tanques aliados los que arrodillaron al dictador. Es el destino final de todos los dictadores, aunque alguno haya tenido la suerte de morir en la cama y con las botas puestas. Ha caído Bagdad y empieza la cuenta atrás. Queda una pregunta sin respuesta que interesa al mundo: ¿Dónde está Sadam Huseín?. Han apaleado sus retratos, derribado sus estatuas, pero nadie garantiza dónde está el Sadam Huseín de carne y hueso. ¿Ha quedado sepultado en un búnker o aún es posible su último estertor?. Arrasaron Afganistán y no se sabe en qué cueva sigue Bin Laden. Acaban de calcinar Bagdad y la historia se repite: Sadam es invisible. Han derribado al Sadam de bronce, al símbolo del poder iraquí. Para rematar, falta que también se pudra y fosilice el Sadam de carne y hueso.

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