TRIBUNA
Irak, un conflicto y dos perspectivas
La tensión política con motivo de la guerra en Irak ha sido grande. Las pasiones han estallado en luces y en sombras y han saltado por los aires posturas comedidas y matizadas cuya reconducción a la normalidad va a resultar difícil. Pero hay que intentarlo y a ese fin van dirigidas las próximas líneas, escritas desde la humildad de quien carece de títulos apropiados y, además, sabe que de poco van a servir. Creo que la controversia vivida puede ser contemplada desde perspectivas diferentes si bien voy a referirme tan solo a dos: la dimensión política del conflicto, de un lado; y su aspecto ético-humanitario, de otro. Desde la primera de ellas, es decir, la estrictamente política, entiendo que, frente a la intervención angloamericana en Iraq, se pueden mantener actitudes muy diversas y esta es la conclusión que se obtiene de la lectura de los periódicos o de los libros que personas expertas han escrito, y todo ello por una razón bien sencilla: estamos ante un racimo de problemas de grandísima envergadura donde cualquier simplificación está fuera de lugar. Como está fuera de lugar la pretendida división entre españoles pacifistas y españoles belicistas o el artificial enfrentamiento de la sociedad entre derechas e izquierdas, planteamientos ambos que el pensamiento pobre nos quiere hacer tragar como ruedas de un grandísimo molino y que obviamente no podemos digerir quienes nos valemos de la sindéresis para razonar o hemos leído a lo largo de nuestra vida algo más de media docena de libros. Personas sólidas, respetables y en unas posiciones políticas honestas piensan de un modo y, enfrente, personas con las mismas características de solidez, honestidad y respetabilidad opinan justamente lo contrario. Nada extraño si se tiene en cuenta que estamos pronunciándonos sobre el futuro de las relaciones internacionales tras la liquidación de la Guerra fría, sobre el papel de Europa, de los Estados Unidos de América, sobre el islamismo y su fuerza en el mundo, sobre el terrorismo, sobre el nuevo derecho de la guerra y en la guerra... ¡Ahí es nada...! Nos asomamos al barranco de un nuevo orden mundial y por ello es inevitable que sea justamente la visión de ese abismo lo que genere desorden en el pensamiento. Un desorden que no debe asustarnos porque lleva en su seno la riqueza de esa semilla que ayudará a fecundar alternativas y soluciones, tal como ha ocurrido en los siglos pretéritos con las creaciones políticas y filosóficas de cada momento histórico -de un Hobbes, un Bodino o un Kant por citar grandes nombres al azar-. Entiendo por ello que sobra la defensa de la propia convicción como si se tratara de un dogma revelado por un Arcángel esotérico. Procede sostener esto o lo otro, es decir, aquello en lo que se crea, con honestidad, con fundamento y con abundancia de pruebas, pero admitiendo que el otro, el contrario, puede tener razón. Y ello no sólo porque este es el obvio fundamento de la «sociedad abierta» en la que vivimos sino porque será la historia que, como escribió Pérez de Ayala «apunta al cielo», la que se encargue de descifrar, con su veterana afición a desenredar crucigramas y jeroglíficos, qué postura fue al cabo la más positiva para el bienestar y el progreso de la Humanidad. Ha de saberse que nadie tiene en su mano el genoma del futuro. Permítaseme alegar un ejemplo sencillo que extraigo de mis lecturas actuales. En 1944 Hitler sufrió un atentado del que salió ileso. Quienes eran sus adversarios lamentaron, con aparente lógica, que la bomba puesta por el conde von Stauffenberg no acabara con la vida del dictador. Hoy se sostiene, y apelo al testimonio -coincidente con la apreciación de muchos historiadores- de un apreciable jurista alemán, Willibalt Apelt, catedrático desposeído de su cátedra por los nazis, que fue una enorme suerte que Hitler sobreviviera al magnicidio porque eso permitió que su cuerpo y su memoria quedaran absolutamente sepultados por la derrota inapelable. Si hubiera muerto en 1944, habría planeado sobre el nacimiento de la democracia de Bonn la idea de que Hitler, con su supuesto genio político y militar, podría haber hecho cambiar en el último año la suerte de la contienda. Y ello se hubiera enroscado en el pensamiento del pueblo alemán como se enroscó al final de la Primera Gran Guerra la idea de que esta se perdió, no por la incompetencia del Ejército, sino por la traición de los socialistas, leyenda conocida como «del puñal», que envenenó, gracias a una opinión pública manipulada con malas artes, a la República de Weimar contribuyendo poderosamente a sellar su suerte, tan desgraciada. Si al día siguiente del atentado fallido a Hitler -20 de julio de 1944- un judío o un demócrata hubiera afirmado que se trataba de un alivio habría sido mirado como un loco o un traidor, cuando el criterio, formulado por Apelt, años después, está lleno de sentido común. Y así tantos otros ejemplos que podrían traerse a colación por personas de mayores conocimientos que los míos. Es decir que, en la dimensión política del asunto aquí tratado, se impone la prudencia, el pensamiento matizado y circular por el mundo provisto de una buena cantimplora de razonamientos. Por lo mismo, debe desterrarse la descalificación del contrario y, por supuesto, golpearle con la quijada de eslóganes como la simplona invocación al «eje del mal» o el sencillote «no a la guerra». Otro debe ser el tratamiento de la segunda dimensión a que antes me he referido, es decir, la de quienes han invocado razones ético- humanitarias para oponerse al conflicto que ha tenido a Irak como escenario. Es mi criterio que éstas sólo pueden ser tomadas en serio si quien las patrocina se ha opuesto con idéntica energía al tratamiento de los kurdos con gas mostaza o a los asesinatos de chechenos, por no citar sino acontecimientos bien cercanos. Quien no lo haya hecho, quien no promoviera o acudiera a manifestaciones para condenar tales salvajadas, ni exhibiera a la sazón pegatinas, carece sencillamente de legitimación moral -pues este es el terreno que él invoca- para llorar ahora tiernas lágrimas de reptil fluvial por los niños iraquíes. Y es que sólo quienes están nimbados por la luz de una enorme autoridad ética pueden condenar con credibilidad, como sería quizás el caso de algún líder espiritual, no desde luego el Santo Padre de Roma porque, a lo largo de veinte siglos y con idéntica partitura, el Evangelio, lo mismo ha hecho las guerras que las ha condenado. Es pues una muestra de sabiduría y de honradez que los partidos se atengan a los planteamientos estrictamente políticos de la encrucijada actual y nos ilustren acerca de sus ideas, que han de ser traslúcidas, así como de las soluciones, pormenorizadas y detalladas, que alentarán y defenderán sobre el mundo venidero, que ya nos guiña enigmáticamente, en los foros internacionales a que pertenezcan -la ONU, la Otan, la Internacional Socialista, etcétera- y que dejen de exhibirnos sus conciencias torturadas porque nadie espera de ellos que vivan precisamente aferrados al imperativo categórico kantiano.