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Publicado por
León

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SI por descubrimientos de cosas prehistóricas fuera, el otro día hice uno gordo, como los de Atapuerca. Un parchís. Bajo un estrato de polvo que daté en el efímero imperio de un Felipe González anti-Otan. Qué maravilla. El parchís, digo. Con sus fichas, sus daditos, sus cubiletes y su tablero -con su correspondiente oca por detrás- y todos sus colorines bien puestos. Excepto Sara Montiel, nada más anacrónico. Pero mi parchís en buen rollo, claro. Y entonces me dio el morbo. ¿Y si echo una partidita al parchís con alguien? Pero... ¿a quién le digo yo que se venga a mi casa a jugar al parchís? Si es un colega del Internet, pensará que es una broma extravagante. Si es una señorita, pensará que ahora se llama así. Y si es un familiar creerá que, decididamente, necesito adelantar la revisión de los seis meses en el psiquiatra. En Estados Unidos, la denominada Generación X -la primera que creció a un ordenador pegada- con la madurez está volviendo a los juegos de mesa de toda la vida. Las ventas se están disparando y se está poniendo de moda pasar la tarde del sábado sonando cubiletes y moviendo fichitas mientras se toma un té con pastas. En Estados Unidos no se usa mucho el parchís, que digamos, pero le dan al backgamon de fichitas y tablero que es un gusto, un gusto que cada vez gusta más. Y así empiezan a abominar de los solitarios y autistas juegos frente a la pantalla, ya sea en las réplicas de los juegos de toda la vida, ya en las terribles masacres electrónicas con que todos, alguna vez, hemos pasado horas y horas, entre vísceras chorreantes y terribles aullidos de dolor electrónico, no del otro, que para eso nuestros patrios tertulianos varios ya lo meten y lo sacuden bien sacudido en los cubiletes de sus respectivos intereses.

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