TRIBUNA
Elecciones
Aunque la campaña electoral de las municipales y autonómicas no comienza hasta el 9 de mayo, es manifiesto que nos encontramos ya desde hace tiempo en la decisiva recta final que nos conducirá hasta la doble cita del 25, día en que los ciudadanos renovaremos todas nuestras corporaciones locales y trece de los diecisiete parlamentos autonómicos. Como era de temer, el proceso preelectoral aparece víctima de varios desenfoques. El más importante es consecuencia de una patológica sobreabundancia de asuntos graves de política general, que han llenado de polémica los ámbitos superiores de la dialéctica pública. En el último año, el Gobierno ha promovido una reforma de la protección del desempleo que originó una huelga general; se produjo el naufragio del Prestige, que tardó excesivamente en ser afrontado con la decisión requerida; y ha tenido lugar la crisis de Irak, que ha desencadenado una gran movilización política y ciudadana adversa a los intereses gubernamentales. Esta secuencia de contrariedades para la actual mayoría política, unida a la anunciada retirada del líder del Partido Popular y presidente del Gobierno por decisión personal al final de la legislatura, otorga primacía a la «cuestión estatal» sobre las cuestiones autonómica y local, y abre a la oposición la expectativa -cuando menos fundada en las encuestas- de invertir las tendencias de los diez últimos años. En otras palabras, si en todos los casos cualquier proceso electoral parcial o de segundo nivel merece la consideración de unas «primarias» de otras elecciones de mayor trascendencia, que se sobrepone al sentido concreto de la consulta de que se trate, esta vez este efecto perverso está mucho más acentuado. Y prueba de ello es que el principal anhelo declarado del Partido Socialista no es tanto incrementar su ámbito de poder en las comunidades y los municipios cuanto estar en condiciones de anunciar el próximo día 25 de mayo que, al fin y después de diez años y seis elecciones consecutivas perdidas, se ha invertido la tendencia y ya posee más votos que su principal adversario. Para conseguir este objetivo, el Partido Socialista necesita que el criterio de los electores el 25 de mayo no se ciña exclusivamente a lo que se dirime en esta consulta -la gobernación de los entes locales y autonómicos-, de escaso contenido propiamente político. Rodríguez Zapatero lo dijo claramente el pasado miércoles, cuando pidió a los españoles que «voten como ciudadanos, no sólo como vecinos, ni mucho menos como meros clientes o consumidores de un mercado electoral». Dicho de otra forma, la petición de un voto ideológico equivale a solicitar que los electores en las municipales y autonómicas mantengan la referencia de la guerra de Irak, del Prestige o de la huelga general. Esta demanda, aunque legítima, podría ser gravemente perturbadora si la ciudadanía no la administrase con cautela. Es incuestionable que, cuando un ciudadano se dirige a la urna, ha formado su decisión mediante elementos de distinta naturaleza. De un lado, toma en consideración las afinidades y simpatías -o las discrepancias y antipatías- que lo relacionan con las distintas fuerzas; de otro lado, valora el aprecio que le merecen los candidatos; finalmente, pondera las distintas ofertas programáticas y su verosimilitud. Es, pues, impensable que los aciertos y desaciertos de un Gobierno estatal no pesen en la correlación final de fuerzas que resulte de cualquier consulta. Pero si no se combinan adecuadamente todos los ingredientes mencionados, el proceso político se tergiversaría. Si se comparte esta visión, se llegará a la conclusión de que, con independencia que se invoquen razones ideológicas, los partidos tienen ante todo la obligación de efectuar propuestas concretas a los electores precisamente en los ámbitos de las diferentes consultas del día 25. Y, por simple lealtad constitucional, deberán también centrar el debate en estos asuntos referentes a la gobernación de las instituciones que están en juego. A estas alturas del proceso democrático, la opinión pública española ha dado pruebas suficientes de solvencia e intuición como para que nadie se atreva a manipularla. Y la oposición cometería un error imperdonable, de bisoño principiante, si osase compendiar su programa autonómico y municipal, que ha de dar respuesta a demandas exigentes de la ciudadanía y procurar el bienestar colectivo en niveles administrativos de gran sensibilidad, con un lacónico «no a la guerra». El conflicto de Irak puede, en fin, sobrevolar o no las elecciones del 25 de mayo, pero ésta ha de ser una decisión soberana de los propios electores. No es legítimo instarles a ello ni disuadirles, como tampoco lo es prescindir de las ofertas cabales entre las que los ciudadanos tienen el derecho a elegir.