FRONTERIZOS
Soy culpable
EN tiempos de pensamiento plano, el peligro de la confusión acecha como una maldición bíblica. En tiempos de rancia ortodoxia, la multitud busca al culpable de mirar la nube. En tiempos de miseria moral señalan los fariseos a aquel cuyas lágrimas no tienen suficiente densidad. Ya no basta condenar el crimen: hay que desconfiar del que no grita con pasión. Ya no basta con odiar al tirano y al sacerdote que invoca a los dioses míticos del neolítico: hay que abrazar la nueva fe y renunciar a buscar otro camino. Yo soy culpable. Confieso haber oído a Ezra Pound hablar por la radio de Roma sobre los logros de la economía fascista; lo he visto encerrado en la jaula de alambre, traduciendo a Confucio. Aún más: leo sus cantos y lloro. También soy culpable de tocar la mano de Allen Ginsberg, homosexual, anarquista y toxicómano, y estremecerme con su grito frío contra una América que no queremos. Digo más, he puesto flores en la tumba de Genet, un santo laico, el ladrón heterodoxo que practicaba sodomía con su tiempo. Y en algún momento, incluso, he viajado feliz por las alucinantes comarcas de las atarjeas con Ernesto Giménez Caballero, comandante de un Imperio que nunca fue mío. Y soy culpable, sobre todo, de considerar a Alfonso Sastre, cuestionado por su Max honorífico, como uno de los nombres clave del teatro español del último siglo y admirar su obra teórica y dramática. No comparto ni un sólo supuesto de su pensamiento político y desprecio profundamente lo que conlleva su posición en este sentido. Lo digo como atenuante aunque, señores jueces, ya sé que ustedes me consideran culpable.