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Dice Le Figaro, que es periódico más bien poco sensacionalista, que Bin Laden está muerto. Hasta da la fecha: según una investigadora francesa, murió en diciembre de 2001. La noticia ha dado la vuelta al mundo, pero no porque genere convicción alguna acerca de la muerte del hombre más buscado por la CIA y el FBI, sino, simplemente, porque alimenta el morbo. Al fin y al cabo, uno de los periodistas más conocidos del mundo, Bob Woodward, del Washington Post, el hombre que, con Carl Bernstein, descubrió el escándalo Watergate que costó la presidencia a Nixon, fue el primero en certificar la muerte de Sadam Hussein, en la actualidad parece que vivo y coleando. Y encabezando la lista de los más buscados de la famosa baraja y aledaños. Ya nos advertía Jon Sistiaga, el enviado especial de Tele 5 a la guerra de Irak, el reportero que vió morir a su compañero Couso, que allí todos sabían que había que fiarse poco de los norteamericanos y demás, porque informaban desde Omán y Qatar, mientras que los periodistas españoles estaban allí, en Bagdad, viendo caer las bombas. Y es cierto, ahora que han pasado algunos días desde el fin oficial de la guerra, aunque no esté lograda la pacificación, que esa pléyade de periodistas españoles, el grupo de informadores más numerosos que tuvo los arrestos de permanecer en la capital de Irak cuando el propio Bush les aconsejaba largarse de allí, merece, al menos, un reconocimiento. Los premios llueven sobre ellos por haberse quedado viendo caer, muy de cerca, las bombas. Pero a mí me parece que también debería premiárseles porque han resistido a la tentación de matar a Sadam. O a Bin Laden. Porque han sido notarios de la realidad, y no inventores de realidad alguna. Porque han sabido resistirse a presiones para contar una guerra deformada a las que otros no se resistieron. Nos han dado una lección a todos nosotros y han contribuído a que la verdad no sea siempre la primera víctima en toda guerra.