Diario de León

Razones para ponernos a trabajar

Publicado por
Víctor Corcoba Herrero, escritor
León

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Todos los pueblos, por muy recónditos que se encuentren, y todas las personas que habitan en ese hábitat, cada día más globalizado, y por otra parte, más explotado por el que más tiene, aspiran a su liberación, para así gozar, por el simple hecho de ser persona, de una vida más humana. Nos la merecemos todos, sin distinción alguna de raza o jerarquía. En España, la Constitución reconoce una serie de derechos económicos y sociales, que determinan el contenido del Estado social de Derecho y que van encaminadas a garantizar el ámbito existencial de todos los ciudadanos y especialmente de determinados sectores sociales, otorgando al mismo tiempo especial protección a determinados bienes -la salud, la educación, la vivienda, la cultura...- considerados indispensables al efecto. Ante un panorama tan pesimista, puesto que se camina hacia una mayor desigualdad, a lo que hay que sumar conquistas perdidas en favor de la clase trabajadora, y no teniendo referentes actuales muy éticos como lo refrendan las hemerotecas, en cuanto a una clase política que en su mayoría se mueve por intereses particulares y no los del bien social o común, y una clase sindical acomodaticia, sin ideas y arcaica, debo ser crítico y reivindicar, la necesidad, porque los tiempos ya no son los de ayer, vivimos una nueva época que no tiene nada que ver con las anteriores, una gran revolución de pensamiento, que pasa por trazar unos principios de reflexión, bajo criterios de juicio y directrices de acción. Téngase en cuenta que el Estado social en España es de lo más antisocial. La salud es mejor para aquel que puede acudir a una clínica privada. La educación de nuestros hijos se hipoteca al lugar y no se deja libertad de elección de centro. La vivienda es el gran «chollo» -claro, después de los que han optado por hacerse profesionales de la política- actual para los que tienen dinero, y así se han disparado los precios de mercado. Se construyen poquísimas viviendas de protección oficial, por lo que los jóvenes que acceden a una primera vivienda se hipotecan al capital (léase Banco o Caja) de por vida y medio sueldo se le va en letras y seguros, el otro en impuestos, y al final, la familia no llega a final de mes, aunque algunos políticos nos quieran meter por los ojos de que ellos sí que potencian la familia. En este caso, como casi todo lo que dice la clase política o sindicalista actual -las excepciones que me perdonen-, la nariz de Pinocho se queda corta. Nos encontramos, por tanto, frente a un grave problema de distribución desigual de los medios de subsistencia, destinados originariamente a todos los hombres. Y esto sucede, no por responsabilidad de las poblaciones indigentes, endosados en polígonos donde sólo corre la droga, ni mucho menos por una especie de fatalidad dependiente de las condiciones naturales o del conjunto de las circunstancias, se produce por el negocio de los poderosos que roban, a veces con descaro total, a los que nada tienen. Hemos perdido, y lo han perdido esos «liberados» políticos y sindicales que están más obligados a cumplir ese deber si cabe, la obligación moral como «deber de solidaridad». Nadie conoce a nadie. Tener y tener, a cualquier precio. Nada importa. Y si es preciso, que se mueran los negros, que a mí no me toca. Por el contrario, en un mundo distinto, dominado por la entrega hacia lo últimos, por el bien común de toda la humanidad, en lugar de la búsqueda del provecho particular, no habría tanta violencia y no serían necesarias tantas manifestaciones «violentas» en favor de la paz, porque la paz sería posible, sería una realidad, como fruto de una «justicia más perfecta entre los hombres». Tampoco la justicia parece ser igual para todos, y eso si que es una incongruencia capital, sobre todo en aquellos Estados sociales y democráticos de derecho, que se produzca. Mientras las ayudas económicas y los planes de desarrollo tropiezan con el obstáculo de barreras ideológicas insuperables, arancelarias y de mercado, las armas de cualquier procedencia circulan con libertad casi absoluta en las diversas partes del mundo. Centrándonos en España, cuesta entender, cómo a veces las comunidades autónomas entran en graves conflictos, entre sí o con la Administración Estatal, sobre cuestiones sociales, como pueden ser traspasos de agua, de educación o cultura. Si a todo esto se añade el peligro tremendo, conocido por todos, que representan las armas de destrucción masiva, los terribles atentados suicidas, la conclusión lógica es la siguiente: el panorama que tenemos, en vez de causar preocupación por un verdadero desarrollo que conduzca a todos hacia una vida «más humana» y «más gozosa», parece destinado a encaminarnos más rápidamente hacia la muerte, esa cultura que hemos ido cultivando como necios, la cultura de la muerte, de la desaparición del ser humano. Otro de los graves problemas, a mi juicio, es el de la esclavitud de la «posesión». Todo el mundo quiere poseer cuánto más, mejor. Es la llamada generación «consumista», que conlleva tantos «desechos», con el consabido destrozo ecológico. Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre. Por eso, un desarrollo solamente económico, que tanto «vocifera» Europa, no es capaz de liberar al hombre, al contrario, lo esclaviza todavía más. Un desarrollo que no abarque la dimensión cultural y de pensamiento, no es un verdadero avance. Muchas veces es un retroceso. Volviendo los ojos a nosotros mismos, a nuestra Constitución, a España, si tuviésemos más en cuenta los derechos fundamentales y las libertades públicas, y no fuesen solo papel, sino desarrollo y cumplimiento, mejor nos iría, pues: «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social». Palabra, no de Dios, de nuestra ley de leyes.

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