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Publicado por
Vicente Pueyo
León

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Hay quien opina que hay que invertir mucho más tiempo en combatir el terrorismo que en explicarlo. Puede estarse de acuerdo, en líneas generales, con este principio pero si algo de ese tiempo no se dedica a explicar, o mejor, a «comprender» el fenómeno terrorista, difícilmente se socavarán sus raíces. Esto se hace particularmente evidente en el caso de los movimientos islámicos fundamentalistas que han optado por la violencia y cuya punta de lanza es la organización Al Qaeda donde se sublima el odio más irreductible contra todo lo que huela a Estados Unidos y, por extensión, contra la impía «cultura occidental». Los últimos y salvajes atentados de Arabia Saudí y Chechenia -ayer mismo otra masacre- evidencian lo que muchos ciudadanos ya preveían con claridad: la campaña bélica contra Sadam Huseín -al final convertido en otra pesadilla para el gobierno estadounidense- no ha amedrentado a estos terroristas fanatizados sino que, al contrario, les ha dado nuevas «razones» para relanzar sus acciones sangrientas. No se ha inventado todavía el arma que pueda detener la resolución de un hombre o mujer que sale dispuesto a morir matando. Una decisión de este tipo sólo puede nacer de la pura desesperación o del convencimiento profundo, «fundamental», de la superioridad de una cultura y/o de unas creencias. Lo que trasluce entre este caos es un panorama inquietante de confrontación entre civilizaciones y no parece que este sea el legado más apetecible que podemos dejar quienes vienen detrás. No se combaten a cañonazos las raíces del fanatismo o, al menos, no se combaten sólo con misiles. Es descorazonador que una y otra vez se regrese a planteamientos belicistas que deberían haber quedado relegados a los libros de historia. Se ha avanzado infinitamente más en la mortífera precisión de un misil que en la capacidad de acercamiento y comprensión entre las formas de entender el mundo que tienen unos y otros seres humanos. O sea, no hemos avanzado nada en lo esencial y esta constatación desmoraliza especialmente cuando en el que la tecnología y las comunicaciones permiten una aproximación tan fácil y directa entre las diferentes ideas, mentalidades y concepciones de la vida. Quizá en Irak se perdió una ocasión de oro para intentar hacer las cosas «de otra manera». Se acabó por despilfarrar toda la energía positiva que, aun desorientada, salió en tromba a las calles pidiendo soluciones distintas a las de siempre. Se despreció la autoridad que da la voluntad de paz y la fuerza demoledora de la solidaridad. Pura utopía, aún, que alguien tildará también de suicida.

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