Diario de León
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La sociedad de este país ha administrado sus preferencias electorales con una prudencia extraordinaria desde las primeras solicitaciones de la democracia, ya en los años setenta. Y el domingo, en una coyuntura extraña en que la clase política había entremezclado los argumentos propios de las consultas municipal y autonómica con los de política general, dio una nueva prueba de moderación y de cordura. En todo caso, los resultados obtenidos son cualquier cosa menos una improvisación o un salto en el vacío. En la noche electoral, nadie se sintió seguramente del todo satisfecho. El PSOE consiguió nominalmente invertir la tendencia y ganar las primeras elecciones de ámbito estatal en diez años por apenas unos 200.000 votos (los mismos que obtuvo aproximadamente Aznar de ventaja en las generales de 1996), pero vio frustradas sus expectativas de capitalizar en términos más contundentes la protesta social contra el Gobierno de los meses anteriores. El PP -y concretamente su presidente, José María Aznar, que asumió personalmente el peso de la campaña ha demostrado su extraordinaria capacidad de reacción, hasta el extremo de desactivar las consecuencias de sus graves contratiempos, desde el «decretazo» al conflicto de Irak, pasando por la gestión del «caso Prestige». Los electores de ambos campos han actuado probablemente con más racionalidad que entusiasmo: ni el PP se merecía una confirmación clamorosa después de los errores cometidos y de sus polémicas decisiones de poder, ni el PSOE se había ganado una consagración que lo convirtiera en favorito para las elecciones del 2004. De los resultados que se han producido, cargados de franca ambigüedad, se desprenden sin embargo algunas conclusiones evidentes. En primer lugar, la de que el PSOE no ha alcanzado todavía su grado de madurez que le asegure el respaldo de una mayoría suficiente de la población. Si no fue acertada su campaña contra la guerra de Irak, en la que cedió a la populista tentación de aliarse con Izquierda Unida en la defensa de unas tesis pacifistas muy estéticas pero poco pragmáticas, tampoco el papel de los socialistas en los prolegómenos electorales ha sido brillante. Zapatero y los suyos se han limitado a jugar a la contra del Gobierno, sin aportar ideas fuerza, sin exhibir un programa y sin mostrar una capacidad de organización que inspire la necesaria confianza a la ciudadanía que pudiera darles el poder. En segundo lugar, la victoria socialista es cualitativa y cuantitativamente insuficiente para significar un verdadero cambio de tendencia, pese a la alta participación. En las municipales de 1995, cuando el PP superó al PSOE por un millón de votos y consiguió el gobierno de numerosas plazas también con una participación que rondaba el 70 por 100, sí se percibió el viraje de las preferencias ciudadanas... que apenas se plasmó en una victoria por la mínima en las elecciones generales del siguiente año. Esta vez, la victoria del PSOE tiene la exigua consistencia de un simple balbuceo, que necesitará mayores concreciones para prosperar, si prospera. En tercer lugar, no se ha confirmado el presumido ascenso de Izquierda Unida. Salvo en Cataluña, donde las formaciones minoritarias y radicales han avanzado a costa del PSC-PSOE, y en el País Vasco, donde ha recibido una parte del apoyo de la prohibida Batasuna, en el resto del Estado la coalición ha conseguido sencillamente mantenerse o limitar las pérdidas. Izquierda Unida, un subproducto político cuya existencia sólo se explica por razones históricas y por la fuerte desigualdad social que todavía padece este país, es más una patología que un complemento de la izquierda mayoritaria. La fragmentación del espacio político de babor constituye, en fin, un problema para el establecimiento de los equilibrios políticos que faciliten la alternancia suave. Como se ha visto en Baleares, donde el PP recupera el gobierno, la sociedad desconfía de un PSOE mediatizado por pequeños grupos que lo condicionan con sus intereses particulares. Finalmente, en Euskadi todo sigue aproximadamente como hasta ahora. El nacionalismo democrático se ha visto favorecido por la proscripción del nacionalismo radical -uno de cada tres votos han terminado en el equipaje del PNV o de EA¿, y los constitucionalistas se mantienen en Álava, en Vitoria y en San Sebastián. El PSE ha subido y el PP ha experimentado un leve retroceso. Quien no vea con claridad que, ante la persistencia de los mismos equilibrios, la crisis vasca necesita un debate y un diálogo transversal es que está obcecado. En estas circunstancias, Aznar, que ha salido bien parado del peligroso trance electoral, podrá administrar su propia sucesión conforme a los planes previstos, sin hipotecas ni presiones imprevistas. Gallardón ha consolidado su candidatura, aunque no parecería lógico que diera ahora el salto que sin duda intentará más adelante, quizá en las elecciones del 2008. Y el panorama sigue con las mismas incertidumbres de cara al 2004. El futuro está completamente abierto.

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