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Publicado por
SANTIAGO FERNÁNDEZ PUCHE
León

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EN un informativo de una cadena privada de televisión, una adolescente afirmaba días atrás que le parecía mal la prohibición de expender tabaco en locales cercanos a los centros de enseñanza porque «el instituto era muy estresante» y fumando un cigarro en el recreo se hacía más llevadero. La palabra elegida se me antoja, cuando menos, preocupante. Sobre todo, si responde a la percepción general de nuestros jóvenes estudiantes de enseñanzas medias. Quizá afirmar esto no sea sino generalizar de forma gratuita y parcial, y nuestros hijos y alumnos viven hoy su paso por las aulas con normal satisfacción y aceptable interés, suficientes para sentirse más dichosos que desgraciados. Sin embargo, la realidad viene, como siempre, a helarnos el corazón con su brisa de cuchillo. Y así, a poco que escarbemos en ella, nos encontramos con un panorama que empieza a ser desolador. El contacto diario con la experiencia docente puede desesperar al más aguerrido, dejando al margen los numerosos casos del llamado síndrome del «profesor quemado». ¡Todos con estrés: padres, profesores y alumnos! Y, si los más pacientes sufrieron siempre las inclemencias de un ambiente hostil y agobiante, ahora son verdaderas víctimas, casi mártires del imprescindible sentido común de toda convivencia que ha de procurar las mejores condiciones de intercambio y colaboración en las relaciones humanas. La educación es muchas cosas y parece que casi nadie se pone totalmente de acuerdo en qué cosas es. Pero lo que nadie puede negar es que tiene que ser un modelo de comunicación. En este mundo revolucionado por la fibra óptica, resulta que asistimos impotentes a la pérdida de la comunicación entre los individuos, más obsesionados por el cauce o medio que por el mensaje en sí. Somos hijos de la tecnología, pero sus hijos expósitos, donde el valor de lo que se dice es secundario frente al protagonismo del canal tecnológico por el que nos llega una gran cantidad de información que no resuelve nuestros problemas y angustias vitales porque sólo pretende llegar y hacerlo en gran cantidad y con la mayor velocidad posible. Cuando el profesor entra en una aula de adolescentes, se presenta ante sus ojos un inmenso laboratorio para la observación y el análisis si su mirada trata de ser científica o, al menos, reflexiva. ¿Y qué observa? Que la personalidad indefinida de los alumnos pinta mesas, sillas, encerados, paredes, carteles, libros, cuadernos y mochilas con palabras e imágenes que hacen referencia a lo que ellos consideran sus señas de identidad. Que el mobiliario está desordenado, desajustado y roto ante la absoluta despreocupación por el lugar donde supuestamente trabajan la mayor parte de su jornada. Que el suelo y los pupitres están sucios y acumulan basura como señal de abandono y hastío y de que han desarrollado una increíble capacidad para pasar el rato en clase con actividades más amenas: comer, escribir notas, dibujar, jugar con aquellos objetos susceptibles de ser reconvertidos a instrumentos más curiosos y creativos de lo que parecen mostrar en un principio: y no me refiero a los teléfonos móviles, los pequeños reproductores de música, las cámaras fotográficas o las grabadoras de voz que tan limitados usos tienen. Cuando el profesor entra en las aulas, hay grupos hablando o gritando, corriendo o pegándose (sin hacerse daño), y casi nadie está en su pupitre sino es para copiar los deberes de la asignatura siguiente al compañero que los hizo en casa y sólo si no ha podido en otras horas de clase mientras algún profesor más despistado no se daba cuenta durante la explicación de su asignatura. Cuando entra, decía, ha de esperar unos minutos a que los alumnos se vayan percatando (uno por uno) de que ya está dentro del aula y que tiene la intención de ponerse borde si no se le hace caso, o simplemente hasta que da un grito en medio de la jungla de desconcierto que se produce entre la fauna discente. Cuando los ánimos están atemperados y no sin mandar callar todavía o de llamar la atención a alguien, el profesor ha de esperar otros minutos a que los alumnos repartan por la mesa el material indispensable para dar la clase (la ausencia de parte del mismo provoca una breve conversación entre el alumno afectado y el profesor resignado). Con diez o quince minutos de retraso sobre el horario previsto y siempre en tiempos variables, se inicia la sesión. Si toca explicar, el profesor sabe que pocos lo atenderán, pero lo sigue intentando. Si pregunta a algún alumno y éste no sigue la explicación, el docente no espera que sienta vergüenza o turbación, pues ya casi va siendo lo normal. Además, será prácticamente imposible que dicha explicación sea realizada en silencio más de diez minutos seguidos sin que alguien hable con el compañero, se dedique a hacer cualquier otra cosa que crea más conveniente o interesante o le pise la palabra y emita una duda, sentencia o apreciación sobre los contenidos sin pedir antes la palabra y sabedor de que el profesor disculpará su mala educación por la caridad que supone para su autoestima que alguien en clase se interese de la forma que sea por lo que él esté diciendo. Por último, cualquier orden encaminada a asimilar los contenidos en forma de estudio o realización de actividades, generalmente será recibida con un primer gesto de desaprobación o enfado casi generalizado. Si el trabajo programado para esa sesión es en grupo, es una verdad universal que siempre habrá alumnos que no traerán el material necesario, que no darán palo al agua y se aprovecharán del esfuerzo de los más motivados y responsables y que luego serán evaluados por encima de sus merecimientos. Además, harán añicos cualquier temporalización de la tarea, pues la mayor parte del tiempo cada grupo aprovechará para tratar temas más cercanos a sus intereses que los propuestos en la asignatura, con lo cual cada grupo terminará convirtiéndose, si el profesor no lo remedia con su omnipresencia, en una pequeña mesa de bar sin consumiciones. Pero lo más interesante acontece en salidas o actividades extraescolares. Los chavales entonces se desbordan y son prácticamente incontrolables. Se les ha tratado de enseñar cómo han de estar en cada lugar, pero han decidido no distinguir entre el recreo, el botellón, la calle, el fútbol, el concierto, el salón de actos, el cine, el teatro, el museo y la biblioteca pública. Por su parte, en su infinita paciencia, el ímprobo domador de dispares y caóticas voluntades y flexible adaptador de un sistema educativo siempre sujeto a metamorfosis y cambios políticos y coyunturales sabe de sobra en qué va consistiendo su labor: explicar para cinco, poner pruebas de evaluación para quince y corregir para treinta. No sabemos estar. No sabemos escuchar. No nos tomamos nada en serio. Estamos todos muy estresados...

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