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Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

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PUESTO que soy de los que amanecen el Día Mundial sin Tabaco encendiendo un cigarrillo, me incluyo por lo tanto en ese grupo de apestados a los que la sociedad bienpensante empieza a poner cara de pocos amigos. Es más, gracias a la catarata de restricciones ya establecidas y las que están por venir, comenzamos a sentirnos igual que pichones en un concurso de tiro al blanco. De poco ha servido que el gran escritor Oscar Wilde, genial nicotínico, dijera que un cigarrillo representa el tipo perfecto de placer, pues es exquisito, dura poco y nos deja satisfechos. A falta de una buena guerrita que llevarse a la boca, Blair y sus diputados laboristas sopesan la sugerencia modestamente constructiva de que gordos y fumadores sean tratados por los médicos británicos como un trapo usado, aparcándolos fuera del sistema de sanidad pública. La vida no es más que un tejido de hábitos, algunos tan perniciosos como fumar o comer en demasía, dispuestos para procurar una nota de alegría y relax durante el tránsito por este valle de lágrimas que nos llevará, inevitablemente y sean los que fueren nuestros vicios, a la obligada estación términus. Pero los gobernantes han decidido que los que entregamos nuestras carnes a la concupiscencia de esa fruta del diablo que es el tabaco, nos atemos los machos ya que están por venir tiempos de gran zozobra, en una caza de brujas teñida de moralina y buenas intenciones. Y eso que de los fumadores sólo se puede aprender tolerancia, pues según observó con agudeza el gran vividor Sandro Pertini, «todavía no conozco a uno solo que se haya quejado de los no fumadores».