TRIBUNA
De error en error
DEBERÍA MEDITAR muy profundamente el Partido Socialista su actual coyuntura, que no es precisamente boyante aunque ha disfrutado en el último año de sucesivas oportunidades para remontar la crisis que lo llevó a perder el poder en 1996. Desde el debate sobre el estado de la nación del año pasado, que ganó limpiamente Zapatero, y hasta el que se celebró el pasado lunes, en el que el jefe de la mayoría ha arrollado al líder de la oposición, el Partido Popular ha experimentado un proceso de gran desgaste, que finalmente ha conseguido remontar espectacularmente, en tanto el PSOE ha ido ganando posiciones hasta convertirse en apariencia en un valor sólido, para deslizarse finalmente en un declive incuestionable que, a día de hoy, lo relega a una posición irrelevante que presagia una nueva victoria del PP -con el sucesor de Aznar a la cabeza- en las elecciones del 2004. Zapatero, tras su elección, consiguió instalarse a la cabeza de su formación con un nuevo estilo de hacer política conciliador y dialogante, que contrastaba con la aridez de Aznar, quien no es precisamente un dechado de flexibilidad y simpatía. El talante ciertamente novedoso y moderado del líder socialista, que restó aristas a la lógica confrontación parlamentaria, resultó seductor para amplios sectores del electorado, hartos de soportar un período de gran tensión política. Los sucesivos contratiempos de un Gobierno que en apariencia había perdido los reflejos contribuyeron a alzarlo hasta lo más alto, de forma que, poco antes de la guerra de Irak, Zapatero había conseguido ya colocar al PSOE por delante del PP en las encuestas. A ello contribuyó sin duda la apariencia de que los socialistas, con la renovación producida en el último congreso, habían conseguido superar sus tradicionales cismas internos. El conflicto iraquí, en el que nuestro país tomó una participación activa contra la mayoría de la opinión pública, pareció consagrar el despegue del PSOE, cuya posición respondía en principio a las propensiones ciudadanas. Y, sin embargo, el PSOE cometió entonces su primer gran error: en lugar de alinearse con los países que defendían la preeminencia de la ONU sobre la voluntad de los Estados Unidos, los socialistas adoptaron una ingenua postura pacifista que, aunque resultó útil para cristalizar las movilizaciones, no resistía un análisis político serio. La opción alternativa de este país, la que pretende consumar la alternancia, no puede adoptar actitudes sentimentales que no tengan viabilidad en el terreno de la política exterior. El no a la guerra incondicional y absoluto, coincidente en todo con la posición que adoptó Izquierda Unida, cuando Chirac y Schröder se limitaban a exigir el respeto a la legalidad internacional multilateral, fue una desmesura que ha pasado factura: pocas semanas después, el PSOE obtenía unos resultados mediocres en las elecciones del 25 de mayo, ulteriores a una dura y activísima campaña electoral del PP protagonizada por Aznar. Pero, además, estas recientes elecciones han puesto de manifiesto que el PSOE no es el partido homogéneo, filantrópico y disciplinado que se presumía. Tras la marcha de Alfonso Guerra, el único que supo controlar el aparato, han proliferado las camarillas, los grupos de presión y los sectores agrupados en torno a intereses más o menos confesables. El nuevo equipo no ha sabido realizar la limpieza oportuna, y de ello se deriva la crisis de la comunidad de Madrid, que resucita los dos grandes fantasmas que habían acosado al PSOE en los últimos años: la desunión y la corrupción. El resto de la historia es conocida: Zapatero se ha equivocado también al plantear el último debate en términos apocalípticos cuando este país tiene la sensación de que las cosas funcionan aceptablemente. Ha errado al buscar mediante simples indicios responsabilidades objetivas del PP en el escándalo madrileño, que sí tiene una inquietante lectura política (la connivencia generalizada y espuria entre la política y los intereses urbanísticos). Y ha vuelto a trastabillarse al pretender, sin éxito y con gran inoportunidad, una reforma legal que vincule los escaños al partido, una opción descabellada que, lejos de impedir la corrupción, reduciría a cenizas el debate político e incrementaría peligrosamente el exorbitante poder de las organizaciones partidarias, que ya mediatizan en exceso a los distintos Parlamentos. Nos encontramos visiblemente en la recta final de la legislatura; cuando pasen los calores de agosto, y al tiempo que se preparan las elecciones catalanas y las madrileñas (y quizá las andaluzas), se desarrollará la sucesión en el seno del PP. Hoy, la actual mayoría tiene todas las bazas en la mano para acometer en posición privilegiada la campaña previa a las elecciones generales. Los socialistas, que no han asumido responsabilidades por la crisis de Madrid, deberán meditar muy profundamente su estrategia de rectificación si quieren contar todavía con alguna posibilidad de competir de tú a tú con el Partido Popular.