Diario de León
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VALENTÍ PUIG
León

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EN FEBRERO de 1942 Singapur se rendía a los japoneses, en la hora verdaderamente más incierta de la Segunda Guerra Mundial. Churchill lo la mayor capitulación de la historia británica. Japón atacaba Singapur a petición de Alemania. En una pequeña ciudad brasileña, un escritor europeo escribe su testamento, quema papeles, escribe sus cartas de adiós. El 22 de febrero, Stefan Zweig y su segunda esposa Lotte Altmann toman una gran dosis de veronal. Yacen juntos: él, con camisa, pantalón y corbata; ella, con un quimono floreado. Un pequeño

custodia la alcoba del suicidio. Stefan Zweig había agotado su posibilidad de resistir una nueva derrota, como la caída de Singapur, otra derrota más del espíritu. Daba por ineluctable que en dos zancadas Hitler llegase a Brasil. Había creído en la unidad de Europa, «como el Evangelio». En la premonición del ghetto de Varsovia y del Holocausto, Zweig moría tan lejos del esplendor otoñal de Viena. Una vez más, la concepción de una comunidad internacional en la que todo el mundo es bueno mostraba sus riesgos. Cada proceso de reforma global -como la abolición de la esclavitud- ha llevado largo tiempo y esfuerzo, con altibajos que no pocas veces dan pie al pesimismo antropológico. Cada gran posguerra ha merecido su paisaje de ruinas y su período de incertidumbres. La Segunda Guerra Mundial acabó con el nazismo y la Guerra Fría ha finiquitado el comunismo, pero en cada ocasión todo ha quedado por definir. Unos Estados Unidos que asoman a la escena internacional en la guerra del 14 al final de la Segunda Guerra Mundial son los amos del mundo libre, líderes de aquella parte del planeta que no queda tras el telón de acero. Con el 11 de Setiembre, esos mismos Estados Unidos se vieron solos y necesitados de reafirmar su poder. En tales circunstancias, las naciones se protegen como pueden, como han estado haciendo los Estados Unidos después de la hecatombe del 11 de Septiembre. Lo menos inteligible es un estado de opinión que, especialmente en la Unión Europea, esquiva la evidencia ramificada de Al-Qaida y la naturaleza del nuevo terror. En las encuestas no queda nunca valorado el reconocimiento al despliegue estratégico norteamericano que lleva décadas resguardando Occidente de las mayores amenazas. Con errores y omisiones, la supremacía tecnológica de Washington ha protegido a Europa como principal aliado. Ni tan unilateralistas ni tan multilateralistas, ni tan halcones ni tan palomas, ni tan ingenuos ni tan perversos, los Estados Unidos llevan la iniciativa en algo que pudiera ser mejor compartido: una estrategia para el siglo XXI contra el nuevo terror global cuyo rostro más reciente es Bin Laden. Ahí está la clara preponderancia económica y militar de los Estados Unidos, pero en el gran estadio global no siempre un solo actor recita todos los papeles: Joseph Nye describe la complejidad de una partida tridimensional de ajedrez en la que el poder militar es fundamentalmente unipolar -el Pentágono, mientras que el poder económico es multipolar: Estados Unidos, Unión Europea, Japón y China en el horizonte. En la tercera dimensión operan las relaciones internacionales que superan las fronteras y el control de los gobiernos: transferencias financieras electrónicas, narcotráfico, terrorismo. Esa es una dimensión totalmente dispersa, sin hegemonías. Ahí se agazapan los Bin Laden. Con los nuevos terrorismos se resquebrajan los principios más elementales del convivir mundial: en realidad, su objetivo no es otro que representar otra civilización que se adjudica el derecho y el deber de eliminar a quienes no asuman la versión fundamentalista de Alá. Es el hombre reprimitivizado, miembro de sociedad guerreras que actúan por fanatismo insoluble en los paisajes de la mundialización. Conocen y poseen la alta tecnología necesaria para intentar destruir la civilización que ha conjugado tecnología y libertad. Toffler sostuvo hace unos años que los guerreros autónomos del futuro iban a librar una contienda de información intensiva, utilizando las más recientes tecnologías de la tercera ola. Ahora sabemos que esas son las guerras del presente. El terrorista suicida puede sabotear nódulos cruciales de su sistema de comunicaciones y enlaces por vía satélite. Una bomba atómica puede fabricarse en el garaje de casa, siguiendo las instrucciones de un semanario de mecánica popular. En la era de la geoeconomía, conflictos atávicos pueden formularse en términos de guerra global. La alta tecnología sustituye la vieja espingarda para subvertir un orden mundial cuyo eje pasa preferentemente por Nueva York y Washington. El odio tribal cuenta ya con recursos cibernéticos para lograr la minuciosa exactitud de una logística diabólica.
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