El gato de Carmen

TODOS queremos ser el gato de Carmen. Todos queremos ser ese gato callejero trasmutado en el eterno prototipo literario que cumple el sueño de ascender de la cabaña rural a la mansión de las hadas, en el Segismundo de la mazmorra al palacio, en el príncipe y el mendigo de la cloaca al trono. Todos queremos ser Blanquito , el gato que es besado por el príncipe y si gue siendo gato, pero gato de portada periodística, que es la versión actualizada del cuento. Y la bella Carmen compitiendo con el resplandor de la estrella que se casó con otra estrella, un fenómeno que da lugar a fabulosas galaxias que asombran a los mortales y producen taquicardias en los niños que ya no creen en los Reyes Magos, pero sí en Beckham, el Santa Claus del norte que vale su peso en billetes de quinientos euros. No sospecha Carmen el estremecimiento que produce su foto en el periódico, el temblor de Blanquito en el escote de las mujeres hermosas, la metáfora que ha dibujado sin querer en la conciencia colectiva de esta civilización que ha elegido por práctica unanimidad un Dios redondo de cuero que es golpeado con los pies en los santuarios donde los fieles gritan fervorosos el mantra que los hace felices. Los nuevos sacerdotes que, como David Beckham, brillan con luz propia en el firmamento mediático, hacen diariamente el milagro de convertir sus piernas en oro, su sonrisa en beneficios y sus balbuceos ante las cámaras en el libro de oraciones que se rezan a primera hora de la mañana en las barras de los bares que huelen a café con leche y a churros. Y luego está el gato de Carmen, la vestal que deposita la ofrenda y todo se ilumina como un prado de Cueto en noche de luna llena.