Los divinos

AYER, San Fermín, a las ocho de la mañana, la manada subió la cuesta de Santo Domingo en el primer encierro. Ochocientos metros de emoción, derrotes y carreras mientras los toros vuelan por el Ayuntamiento, patinan en la curva de Mercaderes, enfilan raudos la Estafeta y, en Telefónica, observan el túnel del callejón preludio de su entrada en la plaza entre dobladores, corredores y patosos. La fiesta de Pamplona, los sanfermines, en su apogeo callejero: peñas, encierros, corridas y multitud cantarina dedicada al bebercio y la juerga. La televisión, la egolatría, han producido unos extraños mutantes en el encierro: los divinos. El mozo pamplonés supedita enrollar el periódico y correr los toros a su estado festero, en mañanas de pierna ágil, sin resaca, y espíritu decidido, prefiriendo días de escasa afluencia de foráneos. Primero, divertirse, y sacar humo a las alpargatas, con los cuernos en los talones, cuando el cuerpo lo pida. El divino, anómalo sujeto esclavo de la fama, sólo vive para acercarse profesionalmente a las astas, conceder entrevistas y que lo vean en la tele. No bebe, canta, baila ni trasnocha. Ya a las siete, pulcro y atildado, empieza a hacer estiramientos y flexiones atléticas, tras desayuno vitamínico. Siempre lleva la misma ropa, impoluta, sin manchas de vino, ahora con publicidad, como Manolo de España, el del bombo apadrinado por la Casera. Para más recochineo, se cree un cardenal que vocea y pega a los monaguillos, en este caso otros corredores que quitan sitio al engreído y cretino divo. Un lamentable pavo real, aristócrata y selecto, entre los humildes y correosos gallos de Navarra, todo sencillez y risa. Los divinos me caen aún más gordos que esos insufribles tertulianos pontificantes, dueños exclusivos de la verdad, o la jarca de actuales gobernantes derechones que consideran al chapapote del «Prestige» un invento de ecologistas, rojeras incapaces de apreciar el aspecto resplandeciente de las playas atlánticas.